Primera noche en Madrid

Son las tres y Adriana y Ana se quieren ir. Dicen que están cansadas. Estamos en una discoteca, no me fijé en el nombre. Está cerca del Banco de España, creo. Entramos gratis. Después de cenar habíamos ido a tomar unas caipirinhas a un pub y allí coincidimos con unos primos y primas de Ana. Nos vinimos todos a esta discoteca. Dos primas de Ana, me están alegrando la noche. Marta y Natalia. Aunque guapas, no son Naomi Campbell. Marta es bajita, morena, pelo rizo, labios carnosos y con algún kilo de más, algo que se nota, sobre todo, en su cintura. Tiene unas facciones bonitas, buena delantera y buen culo. Natalia es un poco más alta, castaña, algo flaca de más para mi gusto e igualmente guapa. Las dos son muy simpáticas y parece que les va la marcha. Me he olvidado de mis dolores de barriga. También de Ayita y Ana.
—Che, loco, te olvidaste de nosotras ya. Te están alegrando esas minas. Nos vamos. ¿Estás rebién, no?.—Ayita.
—Lo normal. No entiendo por qué os marcháis. ¿No lo estáis pasando bien? Pues entonces. Yo me quedo. Estoy viviendo un momento almíbar. Parece que las dos quieren tema y, lo haya o no, me mola tontear.—
—Bueno, no te creas que todo el monte es orégano. Ellas son muy simpáticas, pero tú, tal vez, eres un poco creído, ¿eh?.—Por un instante, olvidé que eran primas de Ana. Tengo que tener más tacto a la hora de hablar, medir mis palabras.
—Tienes razón, Ana. Pero lo estoy pasando bien, ¿por qué marcharse? Ayita, déjame una llave del piso y me vuelvo cuando esté cansado, ¿vale?—
—Dale, Chiño. Chau.—Se van. Queda mucho para que amanezca y tengo energías para un maratón.
Bailo con las dos primas de Ana. Tonteamos. No sé si quieren algo realmente o sólo tontean. Puede que sea algo seguro, pero no ataco porque tengo miedo a recibir un no, soy demasiado orgulloso para eso. Aunque no suelo beber, las caipirinhas del pub brasileño y dos destornilladores en esta discoteca me están encendiendo. En el baile me rozo lo suficiente con las dos para que sepan que estoy disponible. No me cabe duda de que lo han captado. Ninguna me hace ascos y espero que no se den cuenta de que estoy sondeando a ver cuál de las dos puede caer.
Tras dos horas más en la discoteca, todo se queda en nada. Marta está demasiado borracha como para hacer algo y Natalia se ha mostrado bastante distante en los últimos minutos. Lo doy por perdido. Me voy a casa. Hay un buen trecho desde la discoteca al piso de Ayita. No hay gente por la calle. Son las cinco de la madrugada, es normal que no haya nadie. Al doblar una esquina a tres manazanas de la disco, tropiezo con un tipo. Los dos caminábamos deprisa y ambos caemos al suelo, aunque en direcciones contrarias. Ha sido un buen golpe. Me duele una pierna y la muñeca de la mano derecha, la que apoyé para mitigar el encontronazo con la acera. El otro individuo me mira con los ojos inyectados en sangre. Está calvo, rapado al cero, viste de negro, lleva una levita de cuero y una cadena de plata de un grosor considerable.
—Puto imbécil de mierda. Eres un maricón de mierda.—Está muy enfadado. Se levanta con ímpetu. Yo sigo sentado en el suelo, inmóvil. No sé qué hacer. Esta situación inesperada me supera.
El extraño me propina una patada en la pierna izquierda, la que no recibió el golpe en la caída. En una nueva acometida, intenta golpearme en la espalda, pero lo esquivo con bastante torpeza. Me apoyo en los brazos y me desplazo hacia atrás. Me arrodillo para levantarme. Mientras lo hago, el personaje de negro me intenta dar una patada en la cara. Reacciono a tiempo y no le dejo armar la pierna. Me agarro con fuerza a su pierna de apoyo y lo derribo. Me arrastra en la caída y ahora estoy tumbado encima de él. Noto que se lleva la mano al bolsillo de la levita. Intento evitarlo sin éxito. Puedo ver que porta en su mano una mariposa. Logro agarrarle por el pulso de la mano en la que lleva la navaja. Él me agarra por el cuello con su otra mano. Con mi mano libre le doy un puñetazo en su costado. Al recibir el impacto flojea su pulso, momento que aprovecho para doblarle la muñeca, que cruje. Creo que se la he roto. No tiene fuerza para sostener la navaja y cae. Cojo la mariposa del suelo instintivamente y, en menos de un segundo, le perforo con ella a la altura de la base del pulmón derecho. Él sigue apretando mi cuello. El único ruído que hay ahora es nuestra acelerada respiración. Saco la mariposa y vuelvo a hundírsela unos centímetros más abajo. Ahora, abre sus ojos con espanto y cede en su presión sobre mi garganta. Retuerzo la navaja en su interior. Con la mano buena, intenta sacar la mariposa, pero no puede. Yo sí lo hago. La saco y se la clavo dos veces más en la misma zona. Comienza a salir sangre por la comisura de sus labios.
No hay nadie en la calle. Es una vía estrecha, cerca de una amplia avenida por la que circula algún taxi que otro, pero esta calle está desierta. De todos modos, cada poco, recorro los alrededores con la vista. No sé qué me impulsó a clavarle la navaja, pero una vez que empecé, no paré hasta que murió. Le había dado más de veinte puñaladas. Lo curioso, es que no me parece que haya actuado mal. Él trató de matarme. Que se joda. No sé quién es ni qué le pasaba, no es mi problema. Intentó matarme. Cabrón. Mi segundo asesinato en una semana. Yo no lo busqué, él forzó la situación. Tenía que hacer algo para defenderme, ¿no? Pero esta vez todo será más difícil. No tengo forma de hacer desaparecer un cadáver de cien kilos en pleno centro de Madrid. Tengo que pensar algo rápido.
Estamos justo al lado de un escaparate de un restaurante gallego en el que se exponen productos típicos de Galicia. Casualidades. Hay aguardiente como para emborrachar cuatro pueblos. Puede ser mi salvación. Busco entre la ropa del muerto. Necesito un mechero. Tiene los dedos amarillentos, casi tanto como los dientes. No cabe duda: era un fumador. Debe de tener un mechero. Lo encuentro en un bolsillo de su pantalón. Me tapo el puño con el blasier y le doy un puñetazo a la luna de la tienda. El cristal estalla. No suena la alarma. No hay tiempo para mirar si hay vecinos curiosos por las ventanas y no lo hago. Cojo, una a una, cinco botellas de aguardiente. Vierto el líquido por encima del muerto. Con el mechero, le prendo fuego a unos tickets que guardaba en la cartera y los dejo caer sobre su cuerpo. Arde. El fuego prende rápido. Sonrío. Es mejor de lo que esperaba, no creí que fuese a salir tan bien. Echo a correr en dirección al piso de Ayita. No creo que nadie me haya visto, puede que esto también me salga bien. Confiemos.

Cena en Lavapiés

Es la tercera vez que paso por la Plaza de España. Que aparque por Puerta de Toledo, eso me dijo Ana, la novia de Tilo. Ana es madrileña y esta noche he quedado para cenar con ella y con Ayita en algún sitio de Lavapiés que no recuerdo. Hace una hora que estoy dando vueltas sin sentido por Madrid. No tengo mapa y creí que con leer los letreros y mi orientación llegaría, pero no. Ahora voy a meterme por la calle de la derecha. Madrid está lleno de "puertas" y yo no consigo llegar a la de Toledo. Nunca me olvidaré de ella, Puerta de Toledo.
Decido parar. En un panel de la acera hay información sobre las líneas de buses en un mapa. Aparco el coche en el carril taxi-bus detrás de otros tres que lo hicieron igual de mal. Llevo puestas las gafas. Me molestan, pero sin ellas, por la noche conduciendo en una ciudad que no es la mía, estoy perdido. El mapa de las líneas de autobuses no me aclara nada. Veo la Puerta de Toledo, parece que no está muy lejos de donde me encuentro ahora, pero sólo están marcados los nombres de las calles principales. Eso no me llega para pensar una ruta. Además, no sé qué vías son de sentido único y cuáles de doble. Cuando me dirijo de vuelta al coche, desesperado, una chica abre la puerta del que está aparcado justo delante del mío. Es rubia, luce bronceado de solárium, lleva un pantalón ajustado beige a juego con su chaquetilla. Por debajo viste una blusa blanca ajustada. Calza unas botas de cuero de color marrón oscuro. Va muy maquillada, el tono de su cara es aún más moreno que el de su cuerpo.
—Perdona, ¿sabes cómo puedo llegar desde aquí a la Puerta de Toledo?—Se sorprende en un primer momento, pero me mira con agrado. Parece que le gusta mi forma de vestir y mi cara. Me recorre con la vista de la cabeza a los pies. Me siento halagado, pero quiero que me conteste.
—Mira, si vas recto, luego hay una bifurcación y tienes que coger como si fuera una diagonal. Espera. A la derecha, sí. Y luego vas a dar a la parte de atrás de la Plaza Mayor, sí, creo que sí. Y, bueno, y, ... Perdona, es que sé ir en coche, pero no sé explicarte, ... Vete así como te dije y pregunta cuando estés por la Plaza Mayor. ¿Vale?—Sonríe mucho, es guapa, pero no me sabe contestar a lo que pregunto. Le agradezco nada y me voy.
Ya hace una hora que le pregunté a la rubia y sigo dando tumbos, pero, ahora, sigo unas indicaciones para llegar a la Puerta de Toledo. Estupendo. Debo continuar sin que se me escape un letrero. ¿Cómo? Ya está. Acabo de llegar casi sin darme cuenta. Por fin. Doy una vuelta a la rotonda de la plaza. A la segunda vuelta, tomo la primera salida que veo. Al poco de conducir veo libre un aparcamiento para residentes. Me da igual. Son las once de la noche de un viernes y quiero ir a cenar al centro de Madrid. Tengo la barriga hinchada, a punto de estallar. El cinturón de seguridad y el del pantalón han hecho de mi vientre una bomba llena de gases que me produce pinchazos de dolor. Aparco en la plaza delimitada con una línea verde. Si me multan, que me multen. Hoy no voy a conducir más.
Cojo el móvil. No me acuerdo del restaurante, bar, o lo que quiera que sea en el que vamos a cenar. Llamo a Ana. ¿Qué pasa? Apagado o sin cobertura. Perfecto. Llamo a Ayita. Igual. ¿Qué coño me pasa hoy? Esto es demasiado. Me duele la barriga, estoy colorado y con los nervios a flor de piel. Aún así, avanzo por las calles de Madrid. Creo que voy en buena dirección, aunque no tengo ni idea. Una pareja se cruza en mi camino.
—Perdonad, ¿sabéis cómo puedo llegar a Lavapiés?—Sonríen y el hombre se encoge de hombros.
—No somos de este barrio, pero pienso que estás muy lejos. Lo mejor es que cojas un taxi, chaval. Esto es Madrid, es muy grande. ¿De donde eres?
—Gallego.
—Ah, qué bonita Galicia. Bueno, eso te digo, vete en taxi.—Se despiden. Les doy las gracias. "Qué bonita Galicia", ¿qué sabe él?, seguro que hoy es la tercera vez que sale de su barrio en toda su vida. Mamón.
En el primer cruce, paro un taxi. Monto y, apenas sin tiempo para decirle el destino, el taxista frena mis pretensiones:
—Chaval, Lavapiés está a dos manzanas de aquí. Podía ser un tremendo hijoputa y llevarte, pero no lo voy a hacer, soy un tipo legal. Bájate y vete.—Seco y escueto. Tranquilizador. Tercera vez que le doy las gracias a alguien desde que llegué a la capital de España. Eso no es lo que me pide el cuerpo precisamente.
Tras dos minutos de caminata, llego a la Plaza de Lavapiés. Llamo a Ana y me contesta. Milagro. Ahora, las cosas sólo pueden mejorar.

Viaje a Madrid

Llevo cuatro horas en el coche y aún no estoy cansado. Es un día soleado, un buen día. Viajo hacia Madrid. Quiero aprovechar los días que me quedan antes de comenzar en el nuevo trabajo y tengo muchas ganas de volver a la capital de España. Me gustan las ciudades grandes y me gusta Madrid. Allí vive Adriana, la novia de Pablo. Ya he quedado en que podía dormir en la habitación de su compañera de piso, que estará vacía desde hoy, pues regresa a Argentina—las dos son de ese país—. Ayita, que es como le gusta que le llamen a Adriana, contribuirá a que mi aventura madrileña me resulte más económica de lo previsto.
Tenía el depósito de gasóleo en reserva y reposté antes de salir, en la gasolinera de A Grela. Pero ahora, que estoy a poco más de sesenta kilómetros de la Torre de Moncloa, ya vuelvo a quedarme sin combustible. Escucho "Papa's Got A Brand New Bag", James Brown. No sé por qué, quizás sea el funky, quizás todo lo que ocurrió este fin de semana, pero estoy eléctrico. Parece que me hubiesen puesto Red Bull en las venas en vez de sangre. Veo una gasolinera. En el coche, suena "Too Funky", del señor Brown, como no. Salgo de la autovía. Necesito repostar y estirar las piernas.
Aparco el coche en el surtidor más próximo a la caja con la esperanza de que no sea autoservicio. Me equivoco. Joder. Odio tener que echar el gasóleo yo: ensucia. Llevo puesto un pantalón negro de poliéster muy suave al tacto, una camisa de lycra y poliéster negra, un blasier beige y unos zapatos negros de imitación de piel. Quito la tapa del depósito. Cojo con desprecio la pistola de la manguera surtidora. Echo treinta euros—cuánto mejor hubiese sido haber viajado varios en este coche, abarataría mucho más el trayecto—. Una vez recargado el combustible, me limpio las manos al pañuelo. Froto con la fruición que representa estar libre de manchar de gasóleo mi blasier. Es una obsesión, una de tantas.
Voy a pagar desganado. Treinta euros. Me cago en el gas-oil. Entro en la tienda, pero no veo a nadie en la caja. Cojo un paquete de gominolas, me apetece. Me acerco al mostrador y pregunto:
—Hola, ¿hay alguien?
—Un momento, por favor.—Oigo una voz femenina como si la persona que la produjese estuviese en el exterior de la tienda. Unos segundos después, entra una chica de unos veinticinco años y buena presencia.
—Quería pagar. El surtidor dos. Ah, y quería estas gominolas.—Aclaro.
—Muy bien, treinta y uno con ochenta.—La dependienta me mira con cara de extrañeza. Parece que hay algo en mi cara que le incomoda.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me mira así?.—
—Señor, ..., tiene una mancha en la solapa de la chaqueta.—Señala debajo de mi cuello.
Mierda, mierda, joder. Lo sabía, ya era mucho. Mierda. ¿Quién coño me mandará a mí comprar ropa clara? Ya estoy de mala hostia. Joder.—Tengo una macha de gasóleo en la solapa derecha de mi blasier. Es una mancha fea, me da un aspecto descuidado. Iba impecable, ahora parezco un pordiosero.
—Es sólo una mancha, ya verá como da. Además, seguro que tiene mil chaquetas como esa—.No consigue animarme, al contrario.
¿Mil chaquetas? Lo que tengo es ganas de dar mil hostias. ¿Entiendes? No me digas lo que tengo y lo que no tengo, tú cobra, puta de mierda, y ya está, ¿vale?—.No me reconozco, estoy fuera de mis casillas.
Me froto la cara con fuerza. Paso las manos desde las sienes hasta los extremos de las mandíbulas. Noto calor en mi cara y me siento agresivo. Hasta me doy miedo a mí mismo. Tengo que irme de aquí antes de que diga o haga alguna burrada.
—Perdone, no sé qué me pasa. Disculpe, usted no tiene la culpa de nada. Perdón.—Me disculpo con insistencia. Ella no me mira a los ojos, sino que mantiene la vista en la mancha. Me cobra y me da la vuelta. Yo no sé hacia donde mirar. A los dos nos tiembla el pulso. Me voy. Esto no es normal, ¿o sí? Hay gente que tiene un pronto jodido, tal vez, ahora, renazca el mío. Me estoy volviendo loco.

Nuevo trabajo

Quería normalidad y tengo un nuevo trabajo. Vendrá bien para olvidar. A las ocho de la tarde sonó el teléfono. Estaba solo en casa. Como siempre. El ring me alteró. Estaba viendo un partido de los Lakers por la tele con la única ambición de pensar en la retransmisión de forma exclusiva. Kobe había metido un triple irreal, de ocho metros, con Richard Jefferson encima. Entonces, el teléfono me devolvió a la realidad. La conversación fue rápida y fructífera. Una empresa de mantenimiento a la que había mandado mi currículum hacía dos meses me había contratado como electricista. Empezaría a trabajar dentro de una semana. Perfecto. Estos siete días me los tomaré como unas vacaciones anticipadas.
No me gustó la voz del interlocutor. Era ronca, resacosa, no inspiraba confianza. El personaje en cuestión se identificó como Álvaro Pita, jefe de recursos humanos de Electrotemp. No fue educado, pero yo no pedía buenos modales, pedía un trabajo. Espero que a partir de ahora todo sea diferente. Tras terminar de hablar con el tal Pita, apagué el televisor. Los Lakers habían perdido—otra vez—. Me acerqué a la minicadena y puse "Frontin'" de Pharrell Williams. Escuché la canción hasta la mitad del corte y paré la reproducción. Quité el cedé e hice que sonara "Loving Every Minute" de Lighthouse Family. Me senté en el sofá. No recuerdo cuál fue la siguiente canción del disco. Estaba relajado, tanto como para quedarme dormido. Ojalá no hubiese pasado nada la madrugada del sábado. Ojalá pudiese quedarme dormido así otro día más, una vez más...

El día después

Lo bueno de estar en el paro es el tiempo libre. Hay tanto que no sabes como gastarlo. Hasta lo desprecias. La tele y el ordenador me ayudan a ganarle la partida al reloj, o eso quiero creer. Mis problemas crecieron inesperadamente anoche y necesito soluciones. Lo primordial es encontrar un modo de deshacerme del cadáver. Pienso que la solución puede ser una confesión que encuentro en un foro de internet. Un aldeano le echó cal viva al cuerpo de su perro, que atropellaron en la carretera que pasa por delante de su casa. El resultado fue óptimo: al cabo de dos semanas no se podría decir qué había sido aquel mejunje antes. Eso voy a hacer, cal viva. Ya es de noche. Llueve con fuerza. Tras aparcar el coche con el maletero a un metro de la puerta de la casa, cierro el portal de la finca. Nadie se dio cuenta de que llegué a la aldea. Hace muy mal tiempo. Me da igual la lluvia. Abro la puerta principal de la casa y después la del maletero. Con decisión, agarro el cadáver por los pies y tiro con fuerza. Al sacar completamente el cuerpo fuera de mi coche, la cabeza golpea con fuerza en el suelo de cemento. El golpe no suena demasiado, pero el ruido es desagradable, como el que se produce al mover un bol con salsa. Arrastro el cadáver envuelto en el plástico hasta la parte trasera de la casa. Salgo a la era y entro en el cobertizo que hay adosado a la casa arrastrando a mi víctima. Allí tengo lo que necesito: un hacha. En el cobertizo, guardo madera para la chimenea y, por supuesto, hay un hacha. Debo despedazar al muerto para que la cal viva penetre con mayor facilidad en los tejidos y se agilice el proceso. No es un placer hacer esto, pero lo hago. Quiero olvidarlo todo cuanto antes. Y cuanto antes desaparezca el cadáver, mejor será. Espero que este incidente no me cambie como persona, aunque me temo que no va a ser así.
No estoy acostumbrado a manejar un hacha. Ejecuto mi propósito con poca destreza. Es más complicado de lo que pensaba. Los tendones se desgarran y no acaban de romper del todo. Los huesos son lo peor: más duros de lo esperado. Tengo que dar varios hachazos para romper algunos. Es asqueroso, pero, con el tiempo, cada vez me lo parece menos. Pienso en un carnicero y ... funciona.
Ya está. Aquí no ha pasado nada. Nadie tiene por que saber nada. Nada. Cuando le eché la cal, la sangre, ya muy espesa, la tiñó de rojo oscuro en segundos. Después, metí cada trozo en una bolsa de plástico de Carrefour y, uno a uno, los fui depositando en un hoyo que cavé minutos antes. Una vez tapado el hoyo, le eché por encima rastrojos para evitar las suspicacias de los vecinos. Nadie miró lo que hacía, pues lo hice sin apenas luz, esperé a la madrugada. Tengo que confiar en mi suerte. Al subir al coche para regresar a A Coruña, puse "Que me hace daño" de Benny Moré. Necesito un bolero para serenarme y pensar en otra cosa, por ejemplo, en el desamor. Sólo queda olvidar.

Al volver a casa

Tendría que haberlo visto. No valen las excusas. Tengo el corazón tan revolucionado que ya casi me preocupa más que lo que ha pasado. Debo de estar colorado al máximo, a punto de estallar. Avanzo marcha atrás un metro y aparco en la acera del otro lado de la calle. Bajo del coche con más prisa que nunca. Tengo miedo. No quiero ver, pero quiero ver, quiero saber lo que he hecho. Aunque ya lo sé.
Cruzo la calle. La cuesta es pronunciada y la sangre baja de forma rápida pegada a la base del bordillo de la acera. Le doy una patada. Nada. Le tomo el pulso en la yugular. Al girarle la cabeza para encontrar la vena me asusto: tiene un lateral perforado, sin cabello, sólo piel desgarrada y ensangrentada, una brecha en lo que parece el cráneo y masa cerebral que brota de allí. No puedo asegurarlo con certeza, pero ¿qué otra cosa puede ser? Poso su cabeza en el asfalto con delicadeza, como si eso fuera a importar. Está muerto. Bien muerto. Tiene toda la pinta de ser un drogadicto, pero no podría decir.
Le remango los brazos, busco sus venas trombotizadas por chutes de heroína y las encuentro. Ahora, tengo una prioridad y no es el muerto. Mi prioridad soy yo. Soy culpable de asesinato, involuntario, pero asesinato, sin lugar a dudas. Debía haber estado más atento a la carretera. No debía haber mirado a la pantalla del ordenador del coche para ver el número de corte de la canción. No debía haber rodeado el Ventorrillo simplemente para disfrutar del placer de conducir por vías desiertas. No debía haber frenado tan tarde. Debía haber girado, no había coches en el otro carril; un volantazo le habría salvado la vida. No debía haber bajado el coche esta noche. Debía haber hecho tantas cosas...
Demasiado tarde para lamentarse. Es momento de actuar. Y hacerlo bien. Tengo que decidirme rápido, tengo que determinar si voy a apechugar con lo que hice o si hay algún modo de ocultarlo. Me sorprende que siquiera me plantee esta disyuntiva. Jamás creí que pudiese cuestionar actuar de un modo inmoral, yo nunca haría eso. Pero lo estoy haciendo. Y debo hacerlo bien, ahora no puedo fallar, no más errores.
Por suerte, tengo un plástico de cuatro por cuatro metros que guardo en el maletero desde que traje fruta de la aldea hace dos meses. Lo dejé por pereza y, claro, ahí sigue. Hoy, me puede salvar. Agarro el cuerpo del drogadicto por las axilas y lo arrastro de un lado al otro de la calzada. Avanzo unos cinco metros hasta llegar al coche. Mis brazos están llenos de sangre y, por un momento, me preocupa la posibilidad de contagio del VIH, pero lo olvido al instante. Abro el maletero y saco el plástico de la fruta. Lo extiendo en el suelo y pongo el cadáver encima. Con dificultad, enrollo el plástico de tal forma que el cadáver quede envuelto y, con mucho esfuerzo, logro meterlo dentro del maletero. No creo que pese más de sesenta kilos, aunque mida 1,80, es muy flaco. Supongo que ya ha cumplido los treinta hace más de una década y, por su olor, la higiene no es su fuerte. Estoy a cien metros de Penamoa y a otros tantos de mi casa. Espero que nadie lo eche en falta y espero también que ningún vecino me sorprenda. Cierro el maletero y me voy apresurado al garaje.
Tras lavarme los brazos en los aseos del garaje, compruebo que, milagrosamente, la parte frontal de mi coche, un Peugeot 206 plateado, está intacta. No me lo explico. Voy a casa con una lata de aceite que tenía en el coche. Se me ocurrió que el aceite con jabón podría limpiar la mancha de sangre de la calzada, recuerdo vagamente que así lo hacen los bomberos para eliminar la gasolina tras un accidente, ¿o emplean acetona? No sé. En casa cojo dos frascos de gel y otros dos de lavavajillas. No tengo más. Vierto el aceite y los jabones en un cubo, ya en el lugar del accidente y, con una escoba, froto fuerte el asfalto manchado. Es increíble. No hay ni un alma. A un lado monte, al otro lado de la calle, edificios. Y sólo el ruido de la escoba al frotar con el chapapote seco y el ruido del viento que mece los árboles de San Pedro. La sangre bajó hasta la primera boca de alcantarilla. Ahí me desentiendo. Lo he hecho bastante bien. Apenas queda mancha.

Sábado noche en el Orzán

Estoy apoyado en una pared del Grietax. Son las tres de la mañana y, para mí ya es demasiado tarde, de hecho, lo tendría que ser para todos. Pero la noche acaba de comenzar. No quiero bailar. Sólo estoy haciendo tiempo. Tengo puesta una camiseta roja de algodón con una cruz blanca en la parte frontal en la que está bordado "Danmark". Llevo un pantalón veige que se sujeta con unas gomas que, creo, están tensas de más. Calzó, como siempre, mis Tex marrones y negros, sucios por los cubatas de los demás y las pisadas inoportunas. Una mano en el bolsillo, la otra aguanta un vaso en el que sólo hay Fanta Naranja con dos cubitos de hielo. Cualquiera podría decir que es un destornillador, pero yo sé que no lleva ni una gota de vodka. Suena "Tortura", de Shakira y Alejandro Sanz. A pesar de Alejandro Sanz y de la peculiar voz de Shakira, de tanto oírla, no me cuesta aceptar la canción. Puede que incluso me guste, aunque me resisto a admitirlo. Mi primo y sus amigos parecen pasarlo bien. Me alegro. Así no se preocuparán de si yo lo estoy pasando tan bien y me dejarán en paz. Ahora sólo pienso en regresar a casa y dormir.
—Voy a pedir. ¿Quieres algo?.—Arturo intenta que me sienta a gusto. No es por él. De todos modos, estoy bien. Sólo que tengo sueño, estoy cansado y la música podría ser mejor (y podría tener a una tía cachonda a mi lado morreándose conmigo).
—No, gracias, tío. Estoy bien. No hay fallo.—Agradezco su gesto mientras veo en el fondo a una chuti que no está nada mal. Sonríe hasta que ve que me fijo en ella. No me sostiene la mirada. Mal rollo.
Oye, ¿ves a esa tía de ahí?—Luis parece que está en estado de trance.—A esa la conozco yo.
—Pues está bien cachonda.—Seguro.
—Se llama Ana, es de Arquitectura, creo. Viste vaya par de perolas. Ja, ja, ja—.
—Como un mundo.—La conversación no da más de sí, pero no estamos pensando en hablar ahora mismo.
Cambiamos de garito.—Pedro no ofrece alternativas.
—Yo no, yo creo que no. Estoy cansado. Además, mañana quedé para una pachanga por la mañana con Brais y José.—Miento.
Hay que ser julais. Un domingo por la mañana. Yo no iba ni loco.—Pedro.
—No me jodas, ahora empieza lo mejor. Esto está lleno de tías y el alcohol es barato.—Luis también miente.
—Que no, me voy. De verdad. Pasadlo bien y tal y Pascual. Me voy, van a ser las tres y media y, entre que llego y tal, pues eso.—No bebí esta noche, pero mi riqueza léxica parece indicar lo contrario.
Me voy. La calle Juan Canalejo es un hervidero de gente. La mitad, está borracha o presume de estarlo. Camino contracorriente. Un temerario intenta atravesar la zona en coche, aunque apenas avanza entre la indiferencia de unos y las protestas de otros. En la avenida Barrié de la Maza todo se suaviza. A esta hora, las tres y media, comienzan a formarse las colas para subirse a los taxis. No sé por qué, pero yo bajé el coche hoy. Es una tontería, porque lo dejé en Ciudad Jardín y, llegar ahí caminando es recorrer medio camino a casa.
Al llegar a la Plaza de Portugal casi estoy en soledad. Una pareja a la altura del Playa y tres chicas en la entrada de Fernando Macías. Nada más. Se oye el barullo de la zona de marcha, pero ya es un ruido lejano. Subo por un lateral del colegio en el que pasé trece años de mi vida, el Hogar de Santa Margarita. Cada vez hay menos ruido, cada vez estoy más solo. Abro el coche. El ruido de la puerta se magnifica, al menos en mis oídos, ante la tranquilidad de la calle. Una vez dentro, el cristal se empaña suavemente. Enciendo el coche y pongo en funcionamiento el ventilador. También enciendo el equipo de sonido. En los altavoces suena "Feijão de corda" de Daniela Mercury. El sueño me cierra los ojos, pero me froto la cara, parpadeo fuertemente y continúo.

Pachanga en Dos Regos

Ya van más de dos horas y parece que esto no termina. Estoy dando todo lo que llevo dentro. Para algo sirve correr por el Paseo Marítimo. Es un tres para tres. Podría ser mejor, pero la mayoría de los que deberían de estar aquí jugando tienen algo mejor que hacer un sábado por la tarde ­­­—trabajo, bares o novias principalmente­­­—.
­­­—No puedo más, el que marque gana.­­­—Luis ya está cansado. Pero, apenas termina de hablar y Marcos marca.
­­­—¡Toma! ¡Toma! ¡A mamarla!.­­­—Marcos.
­­­—Bueno, bueno. No estuvo mal. 31-30. Para que luego no digan que no hay espectáculo.­­­—Yo.
­­­—Ahora, lo suyo es garimbear un rato, ¿no?­­­—Pedro quiere seguir el ritual apropiado para estas citas.
­­­—Yo no, yo me piro a correr. Hace bueno, tengo que aprovechar.­­­—Yo.
­­­—Estás como una puta regadera. ¿Correr? Ya corrimos bastante. Mira, si quieres, vente con nosotros. Vamos, ahí, a Santa Cruz a tomar algo. Vente, joder.­­­—Luis.
Insisten. Pero no me apetece ir a tomar unas cervezas. Ahora estoy bien. Me gustaría seguir ganando fondo. Puedo meterme encima diez kilómetros sin acabar destrozado. Es el momento. Me voy. Ya me conocen. Lo entenderán.
­­­—Aunque no vengas ahora, vamos a salir de noche. Si quieres, quedamos. A las ocho estamos en la Taberna Checa para ir al fútbol. Después del partido quedamos en el Vázquez y, luego, vamos a salir por ahí. Vente si tal.­­­—Arturo, mi primo, propone, con algo de indiferencia, porque sabe que lo normal es que yo no acepte.
­­­—Si voy, voy. Si no, es que no voy.­­­—Bravo, Séneca.
No pretendo defraudarles, sobre todo a mi primo, pero saben que no me gusta salir (mucha gente, humo, quemaduras en la ropa, suciedad y no eliges la música). Si salgo de vez en cuando es para ser un animal social, para no convertirme en un ermitaño. Las reglas del juego son así. Además, de vez en cuando, hay que ponerse en el mercado, porque el mercado no viene a ti. Y a cualquiera le gusta estar en el mercado y ver que su mercancía se valora. Quizás aparezca esta noche por allí. No sé. Según como esté de cansado después de ducharme. Quizás ...

Corriendo por el Paseo Marítimo

­­No puede ser que haga tanto viento. Apenas puedo avanzar cuando sopla de frente. Aún así, no soy el único que se propone correr por el Paseo Marítimo. Calculo que llevo dos kilómetros. Todavía quedan ocho para llegar a Puerta Real y luego, la vuelta hacia el coche, otros diez. No me encuentro fatigado, pero me está doliendo la espalda. Creo que me duele por una postura que cogí viendo la tele poco antes de salir a correr. Intento que mi voluntad sea más fuerte que esa molestia e intento marcar el ritmo ayudándome del merengue. Pienso en “La cosquillita” de Juan Luis Guerra.
El Paseo Marítimo nunca es monótono. Siempre hay gente: algún loco de la media distancia como yo, ancianos que realizan su habitual paseo vespertino o matinal, parejitas, turistas, surfeiros, dueños de perros y su motivo, gente, borrachos que vuelven de una noche movida, borrachos potenciales que van hacia una noche movida, ... Siempre hay alguien. Y el mar. El mar. Mi vida gira entorno al mar. Lo veo todos los días, ¿podría ser de otro modo? No concibo la vida sin su presencia. El mar.
Tras bordear la península de Adormideras, el viento sopla con más fuerza. Un esfuerzo extra que no había previsto. El aire frío envuelve mi cuerpo y me convierte en un candidato a hipotermia. Llevo puesta una camiseta azul, un pantalón de deportes azul marino y unas zapatillas amarillas Levi’s casi sin suela que compré por quince euros en el Baratillo Americano. Concentrado en mantener el ritmo, un inesperado charco me recuerda que debo renovar el calzado.
Puerta Real al fin. Respiro de forma acelerada, pero poco a poco me voy relajando. Doy media vuelta al llegar al final del Parrote y, caminando a un paso acelerado recorro el camino de vuelta. Doce kilómetros hasta O Portiño. Mar y viento me acompañan. Paro en las fuentes que hay cada veinte metros en el paseo que recorre La Solana. Tarareo “Sunglasses At Nite” de Inner Circle. En el trayecto de regreso pienso en el sábado pasado en Ferrol, cómo todo sigue igual que siempre. No me gusta la rutina y mi vida lleva camino de ser un paradigma de eso que odio. Habrá que hacer algo para cambiarlo.

Sábado noche en Ferrol

­­—Es demasiado tarde para ir a otro sitio, creo que ya debemos ir pensando el regresar. —Tilo.
—Podríamos volver p’al quel o podríamos estar otro poco más, la verdad, me da igual. Lo único que hicimos fue ver chorbas pasar y nada. Una noche más, otra más... Mira, esas dos rubias de ahí no nos paran de junar. ¿Qué tal si hacemos algo de una vez?­—Replico.
Julio y yo nos acercamos a dos chicas rubias teñidas que charlan a gritos cerca de una de las esquinas de la discoteca. Las dos nos miran con desgana cuando ven que nos aproximamos. Tilo está algo borracho, yo no, no he bebido nada durante toda la noche. Son las cinco y Zebra es un punto caliente. Apenas hay sitio para trazar una línea recta hacia las chicas, pero ellas se dan cuenta de que son nuestro objetivo.
¿Éste es el mejor sitio de Ferrol para estar perdiendo el tiempo a estas horas o conocéis algún garito decente?­—Les grito nada más llegar a su lado.
—Perdonadle, es que es muy burro. Hola, yo soy Julio. Él es Anxo. No somos de aquí, por eso pensábamos que vosotras...
­—Tampoco somos de aquí.­—Contesta una chica. —Somos de O Grove. Bueno, yo soy del Grove, Ana, en realidad, es de Portonovo.
—¿Ana? ¿Y tú a qué nombre respondes, si puede saberse?­—Pregunto.
—Sabela.­—No dice nada más.
—¿Y venís mucho por esta ciudad fantasma? —Intento que la conversación dé algo más de sí.
­—Lo suficiente como para no repetir con demasiada frecuencia.­—Ríe Ana.
—Bueno, a mí no me gusta tanto como para vivir toda la vida en ella, pero los sábados por la noche, Ferrol no está nada mal. Aunque hoy no sea el mejor día. Yo no soy de aquí, como dije, pero sí trabajo aquí desde hace un tiempo y me sé mover relativamente. Si queréis, nos podéis acompañar a un tapadillo que no está nada mal. Abre hasta las siete. No me acuerdo cómo se llama, pero ponen música buena: Otis Reding, Aretha Franklin, Ray Charles, U2, R.E.M., ... Vamos, cosas buenas. ¿Qué, os animáis?­—Propone Tilo.
—Vale. ¿Dónde está eso?­—Me sorprende Sabela por su respuesta rápida y, sobre todo, afirmativa.
—Seguidme­. —Julio me mira y desprende satisfacción.
­—Espero que merezca la pena, ahora están poniendo "Jungle Boogie" de Kool & The Gang. Hacía mucho que no la oía, y, en una disco, es un lujo.
—No me jodas, Chiño. —Nos vamos.
Llevamos dentro del lugar que propuso Julio media hora. Nos abrió la puerta un tipo con barba, una camisa verde desteñida con lejía, unos vaqueros gastados y rotos en las rodillas y que calzaba unas Converse clásicas. El humo del local hace que se me humedezcan más de lo normal los ojos. Eso y la emoción que supone ver que, al final, la noche puede terminar bien. La conversación es fluida. Las chicas son guapas, la música es buena. Todo va sobre ruedas. Suena “Flowers On The Wall” de los Stalter Brothers. La melodía sugiere una estética “Pulp Fiction”, pero no es así. Risas, miradas perdidas, de nuevo risas algo forzadas, dos besos y una despedida hasta que la casualidad nos ponga en el mismo camino. Un camino que va a ser difícil recorrer. Sigue lloviendo en Galicia y nos empapamos en la vuelta a casa de Tilo.

Tarde de fútbol

Me esfuerzo por distinguir lo que hay al otro lado del parabrisas. La lluvia no ayuda al dejar el cristal repleto de gotas que, gracias a mi miopía y al hecho de que no lleve las gafas puestas, se convierten en un obstáculo insalvable a la hora de conducir sin riesgo. Un repartidor de Recambios Regueira avanza entre los dos carriles en su motocicleta asumiendo bastante más riesgo que yo. Los baches de un asfaltado destrozado por el tráfico constante los notan nuestros dos vehículos. Otra vez paramos. Un solo semáforo ralentiza todo el tráfico en la salida del Polígono de A Grela. Los cristales del coche se empañan por dentro. Tengo que poner el ventilador alto, pues no tengo aire acondicionado, y apenas logro escuchar la música que suena en mi lector de cedés. Creo que es “Let’s Stay Together” de Al Green. Me gusta. Subo el volumen hasta que quedo satisfecho.
—El Dépor-Sevilla es un partido muy interesante Chiño, piénsatelo. Yo abogo por ir.— Comenta Pablo. Aunque no le gusta reconocerlo, Pablo es un fanático del Deportivo. Algo mayor que nosotros, a veces, Pablo parece actuar como si estuviese bajo la presión de marcar diferencias por su veteranía, como el capitán de un equipo o el encargado de un turno. A pesar de todo, es una de las mejores personas que conozco, por no decir la que más. Aguanto sus ataques de arrogancia con agrado. —Vamos, Anxo, baja eso. Y ¿qué coño es ese ruido? Vamos a volvernos locos. Haz algo. Apaga algo. Lo que sea.— Protesta.
No con prisa, bajo el volumen de la música. Pablo sigue quejándose, pero no pienso apagar el ventilador, ya lo estoy pasando bastante mal con la lluvia como para lidiar con otro hándicap. Llevo una camisa de Zara negra de algodón y de cuello duro. La llevo por fuera del pantalón —lo habitual es que la meta por dentro, algo que provoca las críticas hacia mi forma de vestir por parte de Julio y Pablo, para los que soy un hortera—, un pantalón veige claro con bolsillos de cremallera, de tela muy fina y gomas tensas a modo de cinto. Calzo mis inseparables Tex marrones y negros sin cordones, que no se podrían clasificar ni como zapatos ni como zapatillas deportivas. Pablo viste una camiseta gris azulado de algodón, un pantalón negro de algodón y calza unas Adidas marrones clásicas. La camisa de Julio es de Springfield, azul marino, lleva un pantalón de pana veige oscuro y unos zapatos de piel marrones.
—Entonces, ¿vamos a Riazor?—Pablo.
—Hombre, no regalan las entradas precisamente y a mí tanto me da, la verdad. No es plan de gastar 20 euros por jeta.—Digo yo.
—Chiño, a mí me sobra el dinero—Contesta.
—Yo tampoco tengo el Dépor-Sevilla entre mis prioridades. ¿Qué tal si vamos a un bar y lo vemos tomándonos un algo?—Julio.
—Tilo no es por nada, pero Guille seguro que quiere ir. Además, puede conseguirnos entradas.—Dice Pablo. Guillermo es un comercial que tiene trato con casi toda la directiva del Deportivo y, en especial, con Lendoiro.
—Lo llamamos y, si quiere ir, vamos, ¿vale? Nos quedamos con lo que diga el Negro.—Confío en que Guille esté aburrido de ir a Riazor por compromisos ineludibles de su trabajo y rechace nuestra propuesta.
—Ya está sonando....—Dice Julio.—Negro, tío, ¿qué haces? ¿Estamos el Mono, el Carca y yo decidiendo si ir a Riazor o no? ¿Qué dices?
—Seguro que dice que sí.—Pablo.
—Dice que ni de coña, que si queremos tomar un algo que nos vemos en La Fábrica dentro de una hora. Por la tele, Pablo.—Apunta Julio, tras escuchar a Guillermo.
—Que sepáis que yo quiero ver el fútbol en Riazor.—Protesta el Carca.
—¿Y qué?—Matizo.
Batista acaba de hacer el tercero del Sevilla. Aunque el Sevilla es el equipo que mejor me cae después del Dépor, no me alegro ni lo más mínimo. Cada vez me atrae menos el fútbol, pero todavía puede alterar un poco mi estado de ánimo o, mejor dicho, limitarlo. El Negro y su novia, Carolina, están a punto de dormirse. Ambos salieron la pasada noche y el día se les hace largo. El que más habla soy yo, como siempre. Pablo me corta como sólo él sabe hacer. Intento no sonrojarme ante su desprecio, lo cual es una tontería, no obstante, inevitable. Acaba el partido y decidimos ir a Santa Cristina. Deciden ellos. Yo no. Callo —increíble—. En el coche suena “I Want Love” de Elton John.
Nos despedimos tras caminar cincuenta metros desde la entrada del Bitácora. Tras “I Want Love”, sonó “Sacrifice”. Sigue lloviendo. Tras las bromas de rigor, que en realidad son insultos disimulados por risas con los que nos mostramos nuestro afecto, nos decimos adiós. —Recuerdos a tu novia, Mono. Que te carguen. —Guille, siempre tan locuaz.
—Que te den a ti, que te gusta por detrás, mamón. Ah, el martes hay partido, ¿no? ¿A las once? Bueno, quedamos.
—Sí, a las once en La Sardiñeira. Los vamos a pulir. Chao, tío. —Se va Guille.
—Chao, Anxo. Cúidate. Y búscate una novia, así podemos ir de parejitas a comer por ahí, ¿qué te parece? —Carol alcanza a Guille y abre el coche. Se despiden con la mano. Yo les devuelvo el saludo.
Mierda. Sigo con el cedé de Elton John en el coche y suena “This Train Don’t Stop Anymore”. ¡Viva la alegría! Apago la radio. No. Lo pienso. Cambio el cedé. Pongo “Living On My Own” de Freddy Mercury. Casi biográfica y, a pesar de que no mejora nada el ambiente triste, gana en ritmo y en viveza. Gran transición. Me felicito mentalmente por mi elección. Arranco y deja de llover. El reloj del coche marca la una y veinte de la mañana. Muy tarde y muy temprano. La gente cruza la calle con determinación sorprendente.