El despertar

—Hipócrita, sencillamente hipócrita. Perversa, te burlaste de mí. Con tu savia fatal me emponzoñaste y sé que inútilmente me enamoré de ti.—El sonido del teléfono vuelve a sobresaltarme. Estaba casi dormido sobre un sofá lleno de polvo escuchando un bolero de Los Soberanos. En la sala, sin apenas luz a pesar de ser las cinco de la tarde, destaca la pantalla de cuarzo líquido del fijo. Tardo unos diez segundos en incorporarme, aclarar mi visión y descolgar.
—¿Sí? ¿Quién es?—Hace tres meses que no me llama nadie. Tres meses de soledad voluntaria, viviendo en un piso con las ocupaciones de respirar, dormir, comer y ensuciar. Ni siquiera tengo ganas de aventurar quién puede ser el desafortunado que ha perturbado mi sueño.
—¿Qué pasa, guapo? Cuéntame cosicas.—Pedro.
—No hay mucho que contar.—Vuelvo a mirar la hora. Me sorprende que sean las cinco de la tarde; no sé por qué, pero me sorprende.
—Igual, me voy por ahí dentro de unos días. Hace mucho que no paso por Galicia y así os hago una visita a todos. ¿Sí o no?—No tengo ganas de hablar. Ni con él. Es como si me acabase de despertar de un letargo.
—Mira, Pedro, ahora no es el mejor momento. Te llamo por la noche, ¿vale?—No lo voy a llamar.
—Vale, tío, tranquilo. Hablamos por la noche fenómeno. Vaya con Dios.—
—Y que a usted le dé suerte.—Un guiño quizás suavice mi negativa a charlar.
Hago un gran esfuerzo —todavía tengo los brazos entumecidos— y alcanzo el interruptor, lo justo para posar un dedo en él y encender la luz de la sala. Las persianas permiten que a las cinco de la tarde la sensación sea la misma que a las tres de la madrugada. Es un día con marchamo de noche. Me froto los ojos y me tumbo otra vez. Sólo pienso en la pereza que me supone espabilarme. Vuelvo a frotarme los ojos con desgana. Giro levemente el cuerpo y me incorporo en el sofá. Flexiono las piernas con lentitud y me incorporo mientras lamento los avisos que me dan mis músculos. Decido ir hacia mi habitación. Tardo más de lo habitual en llegar a la ventana y subir la persiana unos centímetros. Miro hacia afuera. Nada que ver.
Decido darme una ducha. Necesito una ducha. Conecto el reproductor de mp3 al hilo musical. Selecciono la carpeta de pasodobles taurinos interpretados por la Orquesta Municipal de Madrid. Suena "Gallito". La melodía me produce una sensación de alegría que combate mi aletargamiento. Bailo al son del pasodoble con una compañera imaginaria. Al superar el lateral de la bañera con mi pierna izquierda, siento un dolor punzante e intenso en la rodilla. Estoy a punto de caerme. Flexiono de nuevo la rodilla y vuelve el sufrimiento. Permanezco inmóvil. No entiendo por qué está pasando esto y eso, el no tener el control de la situación, me inquieta, me incomoda sobremanera. Estoy furioso, muy furioso.

Desidia

La sala huele mal. Un olor molesto que no sabría clasificar inunda mis fosas nasales. Hace calor, no me extrañaría que estuviésemos a 30º C. Estoy recostado en el sofá y miro la tele con desidia. Llevo puesta la misma ropa que ayer y que anteayer—excepto los calzoncillos y los calcetines—, una camiseta gris de promoción de Fanta y un pantalón de chándal azul, de mercadillo, de mala calidad. Cambio el canal por inercia, no le presto atención a nada en especial. Bueno, sí, quizás, me paro un poco más en una película de John Cusack y Kevin Spacey. Se trata de "Medianoche en el jardín del bien y del mal", dirigida por Clint Eastwood. Ya la había visto, pero me entretiene. Hace tres días que no me afeito. Desde la pasada semana luzco una perilla rectangular que va desde el labio inferior a la base de la barbilla. Ahora, prácticamente se confunde con la barba de tres días que me proporciona un aspecto de dejadez fiel a la realidad. Pienso en mi situación actual, en el motivo de que esté así. Sin trabajo, sin amor y puede que sin salud—cada vez considero con mayor firmeza que mi mente no funciona bien—. No hay perspectivas de futuro, de hecho, no hay presente. Vivo el hoy como si ya formase parte del ayer. Estoy muerto, pero sigo respirando. He perdido el contacto con mis amistades. En el último mes, me he limitado a cancelar todos los compromisos que había acordado y he rechazado todas las propuestas para tener algo de vida social. Mi vida se ciñe a dos escenarios: mi casa y el paseo marítimo. Pero algo rompe el estado catatónico en el que me encuentro: suena el teléfono.
—¿Sí?—Pregunto con incredulidad; no estoy acostumbrado a que me llamen, desde hace un tiempo, no.
—Soy Cris, cuánto tiempo, cielo.—Cris. Joder, esto sí es inesperado.
—Sí, mucho.—Ella y yo fuimos pareja durante un año y cuatro meses. Me dejó por otro, aunque Cris lo expuso de un modo en el que yo pareciese el cabrón de turno, justo al revés de lo que ocurrió.—¿Se puede saber por qué llamas? Coño, podría haber muerto y no te habrías enterado. ¿Qué cojones quieres?—
—Cuanto rencor, Anxo. ¿Aún me odias? No me vengas con esas ahora, no tengo ganas de discutir.—Increíble, me llama y pretende exigir actitudes. Zorra.—Llamaba para saber algo de ti. Te apetece ponerte a la defensiva o, tal vez, quieres hablar como dos viejos amigos, como personas civilizadas.—
—Quizás, seamos de civilizaciones diferentes, porque, en la mía, a las mujeres como tú, se les llama putas o putas de mierda, que es lo que tú eres. Si esperas algo más de mí, vas lista.
—Ya veo. Penoso. Sabía que no lo habías superado, lo que no sabía es que todavía fueses más patético que antes.—
—Debido a que esta conversación me aburre profundamente y no me sirve para otra cosa que para malgastar mi precioso tiempo, voy a dar por finalizada nuestra comunicación.—Y cuelgo.
El teléfono vuelve a sonar. Dejo que se canse, pero vuelve a sonar. Hasta cuatro veces más. Supongo que es Cris. No voy a descolgar. Que se joda. La odio. Las mujeres guapas se creen poseedoras de un halo que les otorga el don de la corrección. Piensan que todo lo que hacen responde a un afán de buena fe que yo, sinceramente, no logro percibir. Creen que su cara bonita les permite hacer lo que quieran, carta blanca para todo tipo de decisiones. Craso error. No obstante, Cris no me inspira ganas de matar, como podría haber ocurrido. Me sorprende, pero lo cierto es que ahora no tengo sed de sangre. Tengo ganas de escuchar música, de escuchar algo bueno de verdad. Pongo Carlos Santana, "Evil Ways", perfecto.

Paseo nocturno

Durante unos minutos, puedo ocultarme de mis pensamientos. Me evado de la realidad en la noche. Me dejo llevar, otra vez. Son las tres y media de la madrugada y el Orzán está repleto. Demasiada gente, demasiado ruido, confusión. Apostaría mi vida a que el ochenta por cien de los coruñeses que veo están borrachos. Sonrío. Inconscientes. Ajenos a mi presencia. Ellos no saben que ni siquiera yo sé de lo que soy capaz.
Esta noche, había salido con unos amigos y, ahora, estoy de regreso, camino a casa. Todos nos fuimos dispersando poco a poco. Visto una camisa entallada azul celeste con cuello italiano, un pantalón gris oscuro con raya, unos zapatos negros clásicos y, para protegerme del rocío, una chaqueta de cuero negra. Miro a la gente con extrañeza, quiero ver su reacción al percibir mi presencia. No es que no esté agusto con la ropa que llevo, sino que no me encuentro cómodo con mi pinta. Al afeitarme esta tarde, decidí dejarme bigote, un bigote sin mucho espesor, plagado de pelos rubios, más claros que el poco pelo que me queda en la cabeza. El contraste de tonos y mi vestimenta me hacen pensar en mí como en un mafioso eslavo, eso es lo que creo. Pero la gente no se percata de nada.
Cambio de ruta. en vez de seguir por Juan Canalejo, decido dar una vuelta por el Paseo Marítimo. Me siento agresivo, sin deseos de nada en concreto, aunque sí con ganas de tener actividad física. No puedo soportar el calor que hay en mi interior, así que desabrocho la chaqueta. Llego al paseo. La brisa que viene del mar satisface mi necesidad de sentir frescor en la piel, algo que calme mi ansia por desahogarme. Camino a un ritmo acelerado, nadie lo hace tan rápido a esta hora. Apenas se ve gente en el paseo. En vez de dirigirme hacia mi casa, cambio de rumbo de nuevo y voy en dirección a la Domus.
Con la mente en blanco, me acuerdo de los Blues Brothers y su versión de "Gimmie Some Lovin'". Canto sin elevar en exceso la voz y silbo cuando no interviene el solista en la música. Ya pasé la Casa del Hombre, estoy en As Lagoas. En frente del reloj de mano gigante de la plaza, hay una rampa por la que se puede acceder a la orilla del mar—una pequeña cala y rocas que bordea el paseo hasta cerrarse el camino a la altura del Aquarium Finisterrae—. Bajo. La miopía me impide estar seguro, pero creo distinguir una pareja intimando en un apartado, sobre las rocas. Me da igual. No voy a cambiar mi recorrido por ellos. No tengo las gafas de sol de Jake Blues—John Belushi—, pero voy a hacer como si no los hubiera visto, seguiré mi camino.
Al pasar al lado de ellos, no puedo evitar mirarlos de reojo. La situación es muy violenta. Nos separan menos de dos metros y el chico, que está encima de su pareja, me mira con desprecio. Con la respiración entrecortada me recrimina mi actitud:
Lárgate, mirón. Que te den por culo.—Bastaba esto para que yo estallase. Me detengo, paro de cantar y le miro fijamente.
—¿De qué vas? Yo voy a lo mío. ¿Te haces el chulo con tu novia, eh? Que te den por el culo a ti, hijo de puta.—Si quiere problemas, yo también.
—Déjale, tío, ¿no ves que va borracho? Olvídalo.—Las recomendaciones de la novia, amiga o lo que quiera que sea la chica con la que folla no impiden que mi nuevo enemigo interrumpa el coito, se suba los pantalones y me presente cara. La mujer se aparta y se respalda en una roca.
—Hay que joderse, el puto mostachín quiere tocarme los cojones. A ver, mamón, a ver si ahora sigues dando el coñazo.—Dicho esto, el individuo se abalanza contra mí. Por su forma de moverse, es fácil deducir que está ebrio. Lo esquivo sin dificultad y con el codo le doy un golpe seco en el costado izquierdo. Cae al suelo.
—Mamón. Te voy a moler a hostias.—Se incorpora de nuevo y trata de embestirme. Ahora, las posiciones son inversas a las de la situación anterior. El mar está a mi espalda y soy consciente de ello. Cuando lo tengo casi encima, me aparto y, aprovechando la inercia de su movimiento, lo empujo, dándole un impulso suficiente para que se precipite al mar. Debe haber unos cinco metros. Las rocas que sobresalen en el agua y el oleaje es muy fuerte. El chico grita, pero sólo lo oimos dos. Tras hundirse en el mar, sale a flote, pero ya no se mueve. Su novia también grita.
—Cállate joder. Él se lo buscó. Calla puta.—No es que sea un hacha calmando a la gente.
Ella está muy cerca del precipicio. No puedo dejarla escapar. Me acerco a su posición y ella se levanta. No tiene salida, es el mar o yo. Elige luchar conmigo, pero es muy tarde. Apenas logra avanzar unos centímetros en mi dirección. Me agarra con fuerza, pero consigo ponerle la zancadilla. Aunque me siga agarrando, una vez en el suelo, está perdida. Le doy dos patadas en el costado con la mayor fuerza que puedo. Luego hago lo mismo con su cabeza, después piso su cara compulsivamente unas seis veces. Está aturdida. Sólo me queda tirarla al mar. Y lo hago. Miro hacia arriba. No hay curiosos en el paseo. Vuelvo a caminar, ahora hacia mi casa, y vuelvo a cantar "Gimmie Some Lovin'".

Noche en El Colonial

Otra copa más y me pierdo. No bebo. Eso digo siempre. A veces, no obstante, hago excepciones. Esta noche es una de ellas. Tilo, con la novia en Madrid, me ofreció un plan que, debido a la ausencia de alternativas, tuve que aceptar. La verdad es que me apetecía volver a probar la noche ferrolana, pero no con el entusiasmo de otras veces. Me dejo llevar, de nuevo. Dos chupitos de licor-café tras la cena y ya voy por el cuarto cubalibre. Demasiado para mí, ahora, en mi etapa abstemia. Antes era distinto, no mejor.
El Colonial tiene un ambiente aceptable. Hay bastante gente, pero todavía se puede bailar. El pincha está borracho y enlaza reggaetón con pop ochentero inconsciente del pecado musical que comete por segundos. A Tilo y a mí nos da igual, hemos salido a pasarlo bien, sin presiones y sin exigencias. Mi amigo va vestido con su estilo habitual, ropa oscura, no llamaría la atención en ninguna parte. Por una ocasión, yo voy acorde a Tilo. Visto un pantalón de lycra gris con finas rayas blancas, una camisa estampada de cuello París con una tonalidad más clara y unos zapatos clásicos negros con un tacón prudencial. Me dejé barba de una semana, arreglada, desde luego, y, por qué negarlo, me encuentro seguro de mí mismo, contento con mi aspecto. Conversamos de todo, pero sobre todo de mujeres. Bebemos Brugal con cola. Parece la noche normal de muchos, por fin. Hace unos veinte minutos unos comerciales conocidos de Tilo se acercaron y charlaron con nosotros. Nada interesante. Me gusta el local, aunque me parece repulsiva la apariencia de uno de los dos camareros. Ambos están disfrazados de Tarzán, pero uno no lleva más que el traje de leopardo y su aspecto me resulta desagradable. No sé por qué, pero no puedo evitar sentir asco al mirarlo.
Necesito ir al servicio un momento. Me excuso con Tilo—a nadie le gusta quedarse sólo en un local lleno de gente repartida en pequeños grupos—y me voy al lavabo. Al llegar, me encuentro con otro tío esperando. Curiosamente, el servicio de mujeres está vacío.
—Non hai cola no das mulleres e no dos homes si. Equivoqueime de país.—Mientras hablo me doy cuenta de que mi interlocutor está borracho.
—Y el de dentro lleva media hora. A ver, que é pra hoxe.—Grita con la mirada enfocando la viga situada a mi derecha. Al instante, el pinchadiscos se abre paso hacia el servicio entre nosotros dos. Hacia el servicio de mujeres.
Espero impaciente a que alguno de los dos lavabos quede libre. Primero se libera el de hombres y entra el muchacho que estaba aguardando su turno antes que yo. Tras unos minutos, también sale el deejay del de mujeres.
—Puedes ir a éste. Si no hay nadie ...—Me ofrece el servicio de chicas. Lo acepto sin dudarlo.
Dentro, permito que se relaje mi vejiga y observo mi facha en el espejo. Es cierto, tengo que estar satisfecho con mi aspecto. Apenas tardo dos minutos en cumplir el trámite. Al salir, sorpresa. Hay cuatro mujeres a la espera.
—Lo siento. Vi que el deejay entraba aquí y para una vez que está libre el de tías ...—No puedo terminar mi relatorio de disculpas. La segunda chica de la cola avanza hacia mí mientras hablo y me agarra por los biceps. Sonrío alucinado. Es rubia, un poco más baja que yo, labios carnosos, ojos saltones, algo caderona, guapa sin excesos y viste una blusa de corte oriental que marca bien sus pechos. No hay queja.
—Estás buenísimo.—Se limita a decir eso. No sé qué responderle. No buscaba rollo y me coge desprevenido. Lo primero que hago es separar sus manos de mis brazos. La miro de forma condescendiente, casi paternalista. Sonrío de nuevo. Ahora, sólo pienso en irme de allí, darle largas a esta chica—no sé por qué no aprovecho su predisposición, ¿estoy loco?—, volver a la zona de baile y seguir con la noche tal y como se estaba desarrollando.
—Gracias, gracias, gracias.—Acierto a decir. Me voy sin más ruido. No tardo en contarle lo sucedido a Tilo que, ya con la chica cerca de nosotros, me anima a que vaya a por ella. Me niego. Está fuera de lo que yo esperaba de esta salida nocturna. Provoca incomodidad en mí el simple hecho de pensar en tener que liarme con esa tía. No está mal, sin embargo, no me encuentro con ganas de intentar nada con ella. Tilo no comprende mi actitud. Yo tampoco. En el pub suena "19 de noviembre" de Carlos Vives. La noche debe terminar como siempre.

Consultas con la almohada

Son las cuatro de la madrugada. Abro los ojos de vez en cuando y puedo ver una tímida luz verde que atraviesa la tela del pañuelo que tapa el reloj del radiodespertador de mi habitación. No consigo conciliar el sueño. Me acosté a las dos y media. Vi una película, "Payback", de Brian Con Helgeland. Ya la había visto, pero me gusta y no me importó repetir. Sin trabajo, no tengo exigencias de horario. Me encanta esa tonalidad azul—todo es mejor azul—posible gracias a que Helgeland decoloró la cinta, pues no le permitieron rodarla en blanco y negro. Sensacional idea. La trama, la historia de un superviviente milagroso que busca una venganza justa, permite el lucimiento de Mel Gibson—que aprovecha para evidenciar que hasta los malos pueden dar lecciones de moral—. Me fui satisfecho a la cama. Cansado también. Creía que el sueño podría aparcar mis preocupaciones hasta la salida del sol. No pudo.
Tengo un sabor pastoso en la boca. Cené lomo a la plancha con patatas fritas. Me lavé bien la boca, pero quedó un regusto como la mancha mental que se instaló en mi cabeza desde que me salpiqué con la sangre de otros. No hay forma de dormir. Vuelvo a abrir los ojos. Todo sigue igual. Mastico sin nada en la boca, procurando eliminar ese maldito sabor que me atormenta—en realidad, eso no es lo que me agobia—, pero no soy capaz.
En la radio suena música, cómo no. Elbicho, "Parque Triana". Desamor. Ya no alcanzo eso. Ni siquiera recuerdo el amor. Quizás, en un tiempo lejano, en mi vida hubo amor. Un sentimiento que me resulta familiar, pero al que no le pongo cara, ni cuerpo, ni correspondencia.—Yo me mantengo, con las pocas cosas que yo tengo, con los pocos sueños que yo sueño, con las pocas cosas que me dabas tú—. Quiero llorar y mis ojos están demasiado secos para hacerlo. Los abro de nuevo. Sin cambios.—Tengo en el recuerdo alguna cosa, las pocas cosas que me dabas tú—. Apago la radio. Tal vez así duerma. Sin confusiones, sin clasificar sentimientos, sin compañía, sin ti, pero ¿quién eres tú?

Drogadictos

No hay aparcamiento en la plaza de Cuatro Caminos. Voy a probar en la estación de autobuses. Llueve como no recordaba. El termómetro marca ocho grados y, al contrario de lo habitual, se corresponde con la sensación térmica. El ventilador del coche evita a duras penas que se empañe el parabrisas. Me impaciento, pero, sorprendentemente, hay un sitio antes de llegar a la estación de autobuses. Aparco. Llevo paraguas, pero me mojo un poco al salir, es inevitable. Estoy a dos minutos de El Corte Inglés. He tenido buena suerte al encontrar este aparcamiento.
Es tarde para ir a comprar. Son las ocho y cuarto. Sólo tengo tres cuartos de hora para dar con un cinturón de mi agrado y que no sea demasiado caro. Primero quiero ir a C&A, me dijeron que hay cintos por seis euros. Entro por las puertas de la calle Ramón y Cajal de El Corte Inglés. Cierro el paraguas y me quito la parka. La bocanada de aire caliente que me recibe me sofoca. Me entran ganas de desnudarme, pero puedo controlarme. Cruzo el pasadizo que une Cuatro Caminos con El Corte Inglés y entro en C&A. No es difícil dar con los cintos. Lamentablemente, sólo hay seis modelos de caballero y los dos que me gustan me quedan cortos. Me voy desganado. En El Corte Inglés hay más variedad. Quiero uno negro con hebilla plateada, simple, sin extravagancias, que se pueda combinar con todo y, sobre todo, adecuado para pantalones negros. Hay como doce modelos que cumplen los requisitos. Pero, ..., ¡increíble! La primera etiqueta que miro es de un Dustin—marca de El Corte Inglés—, algo de calidad media, de imitación a piel, y vale 28 euros. ¿Están de coña? Sigo mirando. Emidio Tucci: 30 euros. Calvin Klein: 38 euros. Paso. Estoy de mala leche. Además, ya casi son las nueve. No puede ser que me quieran tangar así. A otro pringado quizás, a mí no. Ese Dustin pronto estará en Altamira a tres euros. Me voy.
Al salir por los soportales de la calle Alcalde Pérez Ardá, topo con una escena desagradable. Una pareja de drogadictos alcanza a una señora y le piden dinero. La señora se niega. Le insultan. La señora se va, pero ahora me toca a mí. Avanzo con la confianza del que se sabe caballo ganador. No quiero malgastar mi saliva con estos dos pordioseros.
—Oye, tío. Dame algo pa dormir.—La chica da asco. Es morena, delgada, fea, lleva coleta, tiene los dientes podridos y granos en la cara. Me encojo de hombros y les muestro las palmas de las manos con los brazos en postura de crucifixión.
—Por favor, señor, no tenemos donde dormir.—El chico es más educado. Tiene el pelo corto, una rasta tras la oreja derecha, delgado y también con los dientes podridos.
—Non levo nada, de verdá, tío. Non teño cartos, non tiña nin pra mercar.—Miento. Nunca miento y ahora sí. Joder. Me han echo mentir por no partirles el cráneo. Putos drogatas. Aún así, no parece convencerles.
—No me jodas, tío. Ten un poco de decencia, ¿nos vas dejar tiraos en la puta calle con un día así?—La mujer insiste, pero no va por buen camino. ¿No tienen donde dormir? Los cojones. ¿Y el albergue de San Roque? Igual es demasiado poco para estos capullos. Que vayan a una puta iglesia, para eso las querría Cristo, ¿no? Que duerman en una iglesia, cabrones de mierda. Estos no nacieron pobres, yo sé lo que digo.
Sigo andando. La chica carga saliva y escupe nada más la supero con mi paso. No sé si me dio con el escupitajo, pero creo que eso pretendía: no darme y que yo lo dudase. Ya comprobaré mi parka cuando llegue al coche. No debo envenenarme ahora. Hay poca gente, pero son las nueve de la noche de un lunes en Cuatro Caminos, en la salida de El Corte Inglés. No puedo matarlos, pero me gustaría. Mierda de día.
Salgo de los soportales. Abro mi paraguas y cruzo la calle. Silbo la melodía de "Rayito de luna", un bolero de Los Panchos. Sonrío. Tengo que calmarme. Aunque llueva. No es el momento. Ahora, no.

Una mujer en Afganistán

No entiendo cómo puedo sentir este frío en A Coruña. Aquí, dentro de la Carpe Diem, es otra cosa, pero hace un momento creí que se me congelaban las manos. Llevo unos diez minutos charlando con Uxío. Entre una cosa y otra no lo veo desde hace casi un mes. Dice que su trabajo no le deja apenas tiempo para los amigos. Por mi parte, también he tenido bastante ajetreo últimamente.
Uxío sufre una hernia discal que le impide participar en nuestras, antes, habituales pachangas. Dice que el dolor no remite, pero confía en que, con tratamiento adecuado, la progresión le lleve de nuevo a practicar fútbol. Con dolor o sin él, tiene buena cara y eso me alegra a mí también.
Llega la camarera y Uxío pide una Bass, yo, Fanta Limón. A él le gusta la tostada inglesa y la acompaña de una ración de chorizos al vino. La camarera no tarda en servir la bebida y, mientras esperamos su ración, nos ponemos al día de nuestras vidas.
—¡No me digas que vas a comprarte otro móvil! ¿Cuántos van ya, siete?—No puedo evitar la pregunta al verle ojear un catálogo de teléfonos móviles.
—Sólo es curiosidad, me gusta conocer las novedades. La verdad es que no me acuerdo de cuántos móviles tuve.—Ríe—¿Vas algo al fútbol últimamente? Dicen que contra el Alavés dieron pena, yo no lo vi.
—No, no dieron pena. Marcaron a la contra, fue un fallo de marcaje el primer gol. Dio el pase Jandro el del Celta. El Dépor no dio imagen de poder remontar, le falta crear ocasiones, se acerca sin peligro. Me gustó mucho Iago, ese chaval es bueno, el mejor del Fabril.—Tras resumirle la pasada jornada en la que el Alavés, colista, venció 0-2 en Riazor, bebo un trago de Fanta. Llega la camarera con los choricitos.
—Es que el Dépor tiene un desastre de ataque, menos mal que llegó Arizmendi.—Uxío interrumpe su explicación y mira hacia el televisor del bar. En los informativos hablan del plan de armamento atómico de Irán—Seguro que los americanos ya se están frotando las manos, una excusa perfecta. Si no les diese tantas complicaciones Irak ...
—Irán con bombas atómicas no es más peligroso que Estados Unidos sin ellas. Mira las masacres que hace con cada invasión militar en busca de la paz, sea bajo su bandera o sea con el nombre de la O.N.U. o de otros aliados por delante. Serbia, Afganistán, Irak, Somalia, ... Y eso sin contar con las masacres que permite y cómo mantiene el sistema mundial de ricos-pobres para el que nosotros colaboramos activamente. Que yo sepa, sigue siendo igual de malo ser mujer en Afganistán. Quizás, los únicos beneficiados por Bush fueron los kurdos de Irak, pero no los de Turquía.
—Joder, qué asco me da Bush y toda su tropa. Se van a cargar todo con su prepotencia. ¿Te imaginas? Sus decisiones trascienden más que nunca, la globalización, Anxo.—Uxío vuelve a hundir su mirada en el catálogo de móviles.
—Ser mujer en Afganistán, nacer con el destino grabado en la piel. Eso a los americanos les da igual, apoyaron a los talibanes para frenar a los comunistas, ahora les atacan. Y nosotros estamos en la cuerda floja. Nunca me creí lo de la guerra fría, pero esto me está preocupando. Los políticos de los países del llamado por Bush "Eje del mal" están casi tan desequilibrados como la administración yanki. No hay que esperar nada bueno en breve.—Uxío y yo seguimos dialogando de geopolítica durante un buen rato. Ambos coincidimos en nuestros posicionamientos. De vez en cuando, pierdo mi mirada en las mesas del fondo, pero sin fijarme en nada en especial. Pienso en mis problemas, en mis dos cadáveres, en su transcendencia real en un mundo que amenaza con autodestruirse. Con los dedos de mi mano derecha recorro el relieve de mi cadena plateada y muestro gratitud con mi gesto ante los razonamientos de Uxío.
Tras hablar, sobre todo del futuro incierto de la especie humana, durante una hora, mi amigo y yo dejamos el Carpe Diem. Chocamos las manos, nos despedimos entre chistes y cada uno retoma el camino hacia su casa. Este encuentro me ha tranquilizado. Me siento libre de un peso moral que me impedía pensar nítidamente. Cada vez tengo más claro que el hombre es una escoria evolutiva que hace tiempo que ha empezado el declive, queda lejos su clímax como especie. Su destino inevitable es la autodestrucción y, con ella, probablemente, la de toda la Tierra. Y, desde esa perspectiva, observo mis crímines, si es que lo son, y los suavizo en mi mente, llevándolos a la categoría de meras anécdotas. ¿Qué importa que hayan muerto?
Cojo el reproductor de mp3 y me pongo los auriculares. Lo enciendo y selecciono "Qué sabes tú", un bolero cantado por Lucrecia. Subo el cuello de mi forro polar y sonrío. Paso por delante de un vagabundo que pide en una esquina de la Ronda de Outeiro. Le miro sin modificar mi paso. La música no impide que oiga lo que dice cuando lo supero. Hijo de puta. Eso dijo. Me doy la vuelta y le recrimino su actitud. Discutimos por segundos. Lo desafío con el gesto. Acto sin respuesta. Prosigo con mi caminar. Hasta para pedir hay que valer. Pero, ¿qué importa todo?—¿Qué sabes tú lo que es llorar igual que un niño? ¿Qué sabes tú lo que es pasar la noche en vela? ¿Qué sabes tú lo que es querer sin que te quieran? ¿Qué sabes tú lo que es tener la fe perdida? ¿Qué sabes tú si tú no sabes nada de la vida?

La hora de la comida

Un Mesón en el Ensanche B. No me fijé en el nombre del local, no me importa. A duras penas, nos ubicamos alrededor de una mesa de madera lo suficientemente grande para que podamos comer todos en ella, aunque sea apretados. Bromeamos, hasta Pablo. Parece que, con el tiempo, se le pasó el cabreo. El reloj ya marca las cuatro y media de la tarde. Las tripas me cantan pidiendo ingerir algo de una vez. Por fin llega el camarero y posa las primeras viandas en un cutre mantel de papel. La vajilla, a juego con la protección de la mesa: ajada y estallada.
—¿Eso qué es? ¿Un centollo?—Pregunta Delia intrigada por uno de los integrantes de la mariscada que se marca el Carca.
—No, es un buey de Francia. El nombre engaña, es de Galicia. Es un crustáceo como el centollo, pero ves que tiene la concha plana—vaya palabras para explicarle a una argentina— el centollo tiene picos. Además, las pinzas del buey son mucho más grandes. A mí me parece que su carne es más sabrosa, pero es más difícil de coger buceando en las playas a cinco o seis metros. El centollo es otro cuento.—Toma lección de marisqueo para una hermana del otro lado del Charco.
—Yo creo que no voy a probar nada de eso. Sería un desperdicio. A mí no me gusta. Espero que no les parezca mal.—Asentimos con la cabeza y nadie pone reparos a la decisión de Cintia. Delia, no obstante, disfruta del marisco como todos.
Chistes y risas entre bocado y bocado. Al final el día salió bien. Nos despedimos con afecto y camino de vuelta. A mí me toca regresar a A Coruña con Pablo, el chaval que estaba de enhorabuena, pues necesitaba hacer unas gestiones la mañana siguiente y su coche le había dado un susto. Dice que quiere llevarlo al taller antes de atreverse a hacer más de dos kilómetros sin que se lo revisen.
Acabamos de dejar atrás Pontedeume, posiblemente, en la época de fiestas locales, el lugar del mundo con más bares por metro cuadrado. En la radio suena Marc Anthony, concretamente "El último beso". La canción me trae recuerdos amargos, en la boca saboreo desamor. Con todo, no puedo dejar de apreciar la belleza de la melodía y de su letra. Pablo no parece muy conforme con la música. Yo no le hago caso y canto en tono bajo, pero canto:
—El último beso que puse en tus labios todavía lo siento. Me diste un abrazo y, con el rostro triste, me dijiste adiós. No pude aguantarme y, al verte llorando, tuve que llorar. Y pasaron los años, muchos, muchos años y no sé dónde estás. No sé si eran tuyas, no sé si eran mías, lágrimas probé. Lágrimas amargas que humedecieron mis labios cuando te besé...—Pablo me interrumpe con un vocativo:
—Chiño, chiño, para un poco, tío. Baja un poco el volumen de esa porquería.—Le hago caso.—Vale, te conté lo de Tilo, ¿no?
—¿Lo de Tilo? No, no sé de qué cóño me hablas. Lo que pasó, pasó y nunca te olvidé. Lagrimas lloré, la vida no es color de rosa.—Sigo con "El último beso".
—Yo me había liado con Sandra, ¿te acuerdas?—Le digo que sí con la cabeza.—Ya sabes que entonces no tenía novia, pero no quería que lo supiese Ayita. Tilo no lo sabía y anteayer surgió el tema de Sandra y, para chulearme un poco, le dije que me había tirado a esa tía. Julio alucinó. Estuvimos vacilando y hablando de coña y le pedí que fuese una tumba con lo que habíamos hablado. Pero, cuál es mi sorpresa que, al día siguiente, Ayita me sale con lo de Sandra, que por qué no se lo había dicho. Es increíble, el secreto le duró un día. Le pedí explicaciones y él me dijo que tuvo que contárselo a Ana, porque, entre ellos no hay secretos, que esas son las normas de la pareja.
—Claro, esas son las normas. Cuando un colega tuyo se lía con una tipa, ese pavo sale de tu círculo de confianza. ¿Entiendes? Me refiero a que si realmente te importa que la chorba no sea La Voz de Galicia con patas tienes que poner límites y el límite es no contarle nada que no quieres que se sepa a tu amigo. Eso es así. Todo el mundo lo sabe.—Le aclaro al Carca.
—Mentira. Eso no lo sabe nadie y os lo acabáis de invertar el Tilo y tú. Si le confías un secreto a un amigo, sigue siendo un secreto. Y punto. Es un cabrón. Un cabrón y un falso.—Noto como Pablo vuelve a mirar al frente. No parece que nada que pueda decirle le lleve a cambiar de pensamiento. Aún así, insisto:
—Las cosas no son como tú te crees. Eso ya lo sabías, fue un error tuyo, joder. Si no quieres que tu ja sepa con qué tías te acostate, no fardes de eso por ahí. Hay pituquis a las que lo les gusta esa mierda. Es más, yo creo que a mí tampoco me haría puta gracia enterarme que mi ja anduvo de piltra en piltra follando con medio barrio.
—Tú no tienes novia, Chiño. Que lo sepas.—Me da duro, donde más duele. Pablo también sabe ser cabrón.

Fiesta en Ferrol

Lo entiendo, pero me cabrea. Al fin he conseguido aparcar, en la calle Sol, en lo alto de la cuesta. Está a unos cinco minutos de la casa de Pablo, pronto estaré ahí. Me apresuro en llamarle para advertirle de mi llegada. Busco el móvil en vano en los bolsillos exteriores de mi abrigo. Estoy nervioso. Son las tres y diez y él quería que llegase a las dos y media. Busco el teléfono en los bolsillos interiores de mi prenda y lo encuentro—menos mal—en el derecho. Llamo al Carca. Dejo que suene más de lo habitual, soy culpable. Así me siento y escucho el tono unas diez veces hasta que se corta la llamada. No coge el teléfono. Joder. Me enfado profundamente, aunque tenga su punto de razón, Pablo debería contestar. ¿Y si me pasara algo, si hubiese tenido un accidente en el camino a Ferrol? Ya me jodió el día esta chorrada. Joder.
Mientras me maldigo mentalmente, atisbo el portal de Pablo. Llamo al 3º derecha. Me abren sin preguntar. Perfecto. Parece que todos estamos cabreados hoy. Subo las escaleras de madera tras encontrar el interruptor que acciona la luz. Los pasos son de madera vieja y, cada vez que piso, siento crujir suavemente el suelo. Tarareo la canción "Dark Of Matinee" de Franz Ferdinand hasta que pulso el timbre de la casa de Pablo. Se oye ruido en el interior, pero no logro identificar las voces. Se abre la puerta. Es Pablo.
—Las tres y veinte.—Conciso y desagradable.
—Ya sé. Lo siento. De todos modos, tú podrías haber contestado mi llamada, podría haberme pasado algo en el camino, ¿No crees?
—No.—Está claro que está cabreado.
—De puta madre, esto sí que es un recibimiento cojonudo. Pues, felicidades cabrón.—Le doy mi regalo como si se tratase de ropa sucia.
—No empiecen ya. Déjenlo, por favor. Chiño, por favor.—Ayita reclama paz.
—Gracias. Tiene razón ella. Vamos a procurar llevarnos bien.—Pablo relaja el gesto, tiene voluntad para evitar que su enfado vaya a mayores. En la radio de la casa del Carca, suena "Where Are We Runnin'?" de Lenny Kravitz. Doy un pase de baile y muevo el cuello al ritmo de la música. Entro en la sala. Allí están Tilo, Ana, Guille, Carolina y dos chicas que no conozco pero que supongo que son Cintia y Delia. Saludo con un leve movimiento de cabeza a mis amigos.
—Hola, a vosotras no os conozco. Yo soy Anxo.—Me acerco y beso una de las desconocidas. Ambas son muy guapas, de tez morena, ojos marrones, aunque una tiene el pelo teñido de un castaño rojizo y la otra, negro.
—Yo soy Cintia. Encantada.—Dice la morena. Sonrío y beso a Delia—por eliminación ha de llamarse así—, que es más alta que Cintia y también más alta que yo.
—Yo, Delia. Encantada igualmente.
—Y ahora que ya están hechas las presentaciones, ¿vamos a jalar a La Vaca esa?—Me impaciento.
—¿Vamos a comer? Los cojones vamos a comer. Ahora ya buscaremos otro sitio, porque ahí es imposible.—Vuelve la mirada desafiante a la cara de Pablo.
—Vale, se levanta la tregua. Menos mal que no llueve.—Me hago a la idea de la fiesta de cumpleaños que me espera. Salimos por la puerta como si fuésemos a un velatorio. Nadie dice nada. Nadie excepto yo.—Where are we runnin'? We need some time to clear our heads. Where are we runnin' keep on working til we're dead? Where are we runnin'? Ooo wee ooo wee oo. Where are we runnin' now?