Drogadictos

No hay aparcamiento en la plaza de Cuatro Caminos. Voy a probar en la estación de autobuses. Llueve como no recordaba. El termómetro marca ocho grados y, al contrario de lo habitual, se corresponde con la sensación térmica. El ventilador del coche evita a duras penas que se empañe el parabrisas. Me impaciento, pero, sorprendentemente, hay un sitio antes de llegar a la estación de autobuses. Aparco. Llevo paraguas, pero me mojo un poco al salir, es inevitable. Estoy a dos minutos de El Corte Inglés. He tenido buena suerte al encontrar este aparcamiento.
Es tarde para ir a comprar. Son las ocho y cuarto. Sólo tengo tres cuartos de hora para dar con un cinturón de mi agrado y que no sea demasiado caro. Primero quiero ir a C&A, me dijeron que hay cintos por seis euros. Entro por las puertas de la calle Ramón y Cajal de El Corte Inglés. Cierro el paraguas y me quito la parka. La bocanada de aire caliente que me recibe me sofoca. Me entran ganas de desnudarme, pero puedo controlarme. Cruzo el pasadizo que une Cuatro Caminos con El Corte Inglés y entro en C&A. No es difícil dar con los cintos. Lamentablemente, sólo hay seis modelos de caballero y los dos que me gustan me quedan cortos. Me voy desganado. En El Corte Inglés hay más variedad. Quiero uno negro con hebilla plateada, simple, sin extravagancias, que se pueda combinar con todo y, sobre todo, adecuado para pantalones negros. Hay como doce modelos que cumplen los requisitos. Pero, ..., ¡increíble! La primera etiqueta que miro es de un Dustin—marca de El Corte Inglés—, algo de calidad media, de imitación a piel, y vale 28 euros. ¿Están de coña? Sigo mirando. Emidio Tucci: 30 euros. Calvin Klein: 38 euros. Paso. Estoy de mala leche. Además, ya casi son las nueve. No puede ser que me quieran tangar así. A otro pringado quizás, a mí no. Ese Dustin pronto estará en Altamira a tres euros. Me voy.
Al salir por los soportales de la calle Alcalde Pérez Ardá, topo con una escena desagradable. Una pareja de drogadictos alcanza a una señora y le piden dinero. La señora se niega. Le insultan. La señora se va, pero ahora me toca a mí. Avanzo con la confianza del que se sabe caballo ganador. No quiero malgastar mi saliva con estos dos pordioseros.
—Oye, tío. Dame algo pa dormir.—La chica da asco. Es morena, delgada, fea, lleva coleta, tiene los dientes podridos y granos en la cara. Me encojo de hombros y les muestro las palmas de las manos con los brazos en postura de crucifixión.
—Por favor, señor, no tenemos donde dormir.—El chico es más educado. Tiene el pelo corto, una rasta tras la oreja derecha, delgado y también con los dientes podridos.
—Non levo nada, de verdá, tío. Non teño cartos, non tiña nin pra mercar.—Miento. Nunca miento y ahora sí. Joder. Me han echo mentir por no partirles el cráneo. Putos drogatas. Aún así, no parece convencerles.
—No me jodas, tío. Ten un poco de decencia, ¿nos vas dejar tiraos en la puta calle con un día así?—La mujer insiste, pero no va por buen camino. ¿No tienen donde dormir? Los cojones. ¿Y el albergue de San Roque? Igual es demasiado poco para estos capullos. Que vayan a una puta iglesia, para eso las querría Cristo, ¿no? Que duerman en una iglesia, cabrones de mierda. Estos no nacieron pobres, yo sé lo que digo.
Sigo andando. La chica carga saliva y escupe nada más la supero con mi paso. No sé si me dio con el escupitajo, pero creo que eso pretendía: no darme y que yo lo dudase. Ya comprobaré mi parka cuando llegue al coche. No debo envenenarme ahora. Hay poca gente, pero son las nueve de la noche de un lunes en Cuatro Caminos, en la salida de El Corte Inglés. No puedo matarlos, pero me gustaría. Mierda de día.
Salgo de los soportales. Abro mi paraguas y cruzo la calle. Silbo la melodía de "Rayito de luna", un bolero de Los Panchos. Sonrío. Tengo que calmarme. Aunque llueva. No es el momento. Ahora, no.

Una mujer en Afganistán

No entiendo cómo puedo sentir este frío en A Coruña. Aquí, dentro de la Carpe Diem, es otra cosa, pero hace un momento creí que se me congelaban las manos. Llevo unos diez minutos charlando con Uxío. Entre una cosa y otra no lo veo desde hace casi un mes. Dice que su trabajo no le deja apenas tiempo para los amigos. Por mi parte, también he tenido bastante ajetreo últimamente.
Uxío sufre una hernia discal que le impide participar en nuestras, antes, habituales pachangas. Dice que el dolor no remite, pero confía en que, con tratamiento adecuado, la progresión le lleve de nuevo a practicar fútbol. Con dolor o sin él, tiene buena cara y eso me alegra a mí también.
Llega la camarera y Uxío pide una Bass, yo, Fanta Limón. A él le gusta la tostada inglesa y la acompaña de una ración de chorizos al vino. La camarera no tarda en servir la bebida y, mientras esperamos su ración, nos ponemos al día de nuestras vidas.
—¡No me digas que vas a comprarte otro móvil! ¿Cuántos van ya, siete?—No puedo evitar la pregunta al verle ojear un catálogo de teléfonos móviles.
—Sólo es curiosidad, me gusta conocer las novedades. La verdad es que no me acuerdo de cuántos móviles tuve.—Ríe—¿Vas algo al fútbol últimamente? Dicen que contra el Alavés dieron pena, yo no lo vi.
—No, no dieron pena. Marcaron a la contra, fue un fallo de marcaje el primer gol. Dio el pase Jandro el del Celta. El Dépor no dio imagen de poder remontar, le falta crear ocasiones, se acerca sin peligro. Me gustó mucho Iago, ese chaval es bueno, el mejor del Fabril.—Tras resumirle la pasada jornada en la que el Alavés, colista, venció 0-2 en Riazor, bebo un trago de Fanta. Llega la camarera con los choricitos.
—Es que el Dépor tiene un desastre de ataque, menos mal que llegó Arizmendi.—Uxío interrumpe su explicación y mira hacia el televisor del bar. En los informativos hablan del plan de armamento atómico de Irán—Seguro que los americanos ya se están frotando las manos, una excusa perfecta. Si no les diese tantas complicaciones Irak ...
—Irán con bombas atómicas no es más peligroso que Estados Unidos sin ellas. Mira las masacres que hace con cada invasión militar en busca de la paz, sea bajo su bandera o sea con el nombre de la O.N.U. o de otros aliados por delante. Serbia, Afganistán, Irak, Somalia, ... Y eso sin contar con las masacres que permite y cómo mantiene el sistema mundial de ricos-pobres para el que nosotros colaboramos activamente. Que yo sepa, sigue siendo igual de malo ser mujer en Afganistán. Quizás, los únicos beneficiados por Bush fueron los kurdos de Irak, pero no los de Turquía.
—Joder, qué asco me da Bush y toda su tropa. Se van a cargar todo con su prepotencia. ¿Te imaginas? Sus decisiones trascienden más que nunca, la globalización, Anxo.—Uxío vuelve a hundir su mirada en el catálogo de móviles.
—Ser mujer en Afganistán, nacer con el destino grabado en la piel. Eso a los americanos les da igual, apoyaron a los talibanes para frenar a los comunistas, ahora les atacan. Y nosotros estamos en la cuerda floja. Nunca me creí lo de la guerra fría, pero esto me está preocupando. Los políticos de los países del llamado por Bush "Eje del mal" están casi tan desequilibrados como la administración yanki. No hay que esperar nada bueno en breve.—Uxío y yo seguimos dialogando de geopolítica durante un buen rato. Ambos coincidimos en nuestros posicionamientos. De vez en cuando, pierdo mi mirada en las mesas del fondo, pero sin fijarme en nada en especial. Pienso en mis problemas, en mis dos cadáveres, en su transcendencia real en un mundo que amenaza con autodestruirse. Con los dedos de mi mano derecha recorro el relieve de mi cadena plateada y muestro gratitud con mi gesto ante los razonamientos de Uxío.
Tras hablar, sobre todo del futuro incierto de la especie humana, durante una hora, mi amigo y yo dejamos el Carpe Diem. Chocamos las manos, nos despedimos entre chistes y cada uno retoma el camino hacia su casa. Este encuentro me ha tranquilizado. Me siento libre de un peso moral que me impedía pensar nítidamente. Cada vez tengo más claro que el hombre es una escoria evolutiva que hace tiempo que ha empezado el declive, queda lejos su clímax como especie. Su destino inevitable es la autodestrucción y, con ella, probablemente, la de toda la Tierra. Y, desde esa perspectiva, observo mis crímines, si es que lo son, y los suavizo en mi mente, llevándolos a la categoría de meras anécdotas. ¿Qué importa que hayan muerto?
Cojo el reproductor de mp3 y me pongo los auriculares. Lo enciendo y selecciono "Qué sabes tú", un bolero cantado por Lucrecia. Subo el cuello de mi forro polar y sonrío. Paso por delante de un vagabundo que pide en una esquina de la Ronda de Outeiro. Le miro sin modificar mi paso. La música no impide que oiga lo que dice cuando lo supero. Hijo de puta. Eso dijo. Me doy la vuelta y le recrimino su actitud. Discutimos por segundos. Lo desafío con el gesto. Acto sin respuesta. Prosigo con mi caminar. Hasta para pedir hay que valer. Pero, ¿qué importa todo?—¿Qué sabes tú lo que es llorar igual que un niño? ¿Qué sabes tú lo que es pasar la noche en vela? ¿Qué sabes tú lo que es querer sin que te quieran? ¿Qué sabes tú lo que es tener la fe perdida? ¿Qué sabes tú si tú no sabes nada de la vida?