El límite

No me reconozco en el espejo. Veo mi reflejo pero no soy capaz de ver a la misma persona que veía antes, es que ni siquiera la recuerdo con certeza, sólo reminiscencias de lo que un día debí de ser. Matar no supone un problema para mí. Es algo que no me provoca ningún tipo de dilema moral. Mato y punto. Como respiro, como ando. Es natural. Para mí lo es. Y no alcanzo a comprender el momento en que dejó de ser un tabú y pasó a ser un acto rutinario.
Miro por la ventana. La gente va a lo suyo. Cada uno con sus preocupaciones. No me interesan, ni ellos ni sus rompecabezas mentales. Sólo me importa hacer lo quiero cuando quiero. El simple hecho de tener que ocultar mis crímenes comienza a molestarme sobremanera. Me encantaría asesinar cuando me apeteciese y no rendir cuentas a nadie, no tener que ocultar mis acciones. Aborrezco la sociedad, las normas y, en general, aborrezco las personas. No son dignas de vivir.
Pero, ¿por qué se despertó ese deseo de matar que jamás había experimentado? ¿Puedo frenarlo? ¿Dónde está el límite? Hasta el momento, no le quité la vida a nadie que apreciase especialmente. Para ser honesto, no le tengo afecto a nadie. Eso tampoco lo puedo explicar, porque la gente no siempre me trató mal, pero nunca desarrollé el sentimiento de cariño. Al menos, el individuo en el que me he convertido, no.
Quizás, sea yo el que sobre en todo esto. Pero, ¿quién tiene que decidirlo? ¿Quién puede determinar una cuestión tan arbitraria como esa? ¿Hay alguien más capacitado que yo para decidir si debo seguir viviendo o no, para decidir si tengo que parar de matar? No lo hay. Yo decido. Y haré lo que quiera. Yo.