Desidia

La sala huele mal. Un olor molesto que no sabría clasificar inunda mis fosas nasales. Hace calor, no me extrañaría que estuviésemos a 30º C. Estoy recostado en el sofá y miro la tele con desidia. Llevo puesta la misma ropa que ayer y que anteayer—excepto los calzoncillos y los calcetines—, una camiseta gris de promoción de Fanta y un pantalón de chándal azul, de mercadillo, de mala calidad. Cambio el canal por inercia, no le presto atención a nada en especial. Bueno, sí, quizás, me paro un poco más en una película de John Cusack y Kevin Spacey. Se trata de "Medianoche en el jardín del bien y del mal", dirigida por Clint Eastwood. Ya la había visto, pero me entretiene. Hace tres días que no me afeito. Desde la pasada semana luzco una perilla rectangular que va desde el labio inferior a la base de la barbilla. Ahora, prácticamente se confunde con la barba de tres días que me proporciona un aspecto de dejadez fiel a la realidad. Pienso en mi situación actual, en el motivo de que esté así. Sin trabajo, sin amor y puede que sin salud—cada vez considero con mayor firmeza que mi mente no funciona bien—. No hay perspectivas de futuro, de hecho, no hay presente. Vivo el hoy como si ya formase parte del ayer. Estoy muerto, pero sigo respirando. He perdido el contacto con mis amistades. En el último mes, me he limitado a cancelar todos los compromisos que había acordado y he rechazado todas las propuestas para tener algo de vida social. Mi vida se ciñe a dos escenarios: mi casa y el paseo marítimo. Pero algo rompe el estado catatónico en el que me encuentro: suena el teléfono.
—¿Sí?—Pregunto con incredulidad; no estoy acostumbrado a que me llamen, desde hace un tiempo, no.
—Soy Cris, cuánto tiempo, cielo.—Cris. Joder, esto sí es inesperado.
—Sí, mucho.—Ella y yo fuimos pareja durante un año y cuatro meses. Me dejó por otro, aunque Cris lo expuso de un modo en el que yo pareciese el cabrón de turno, justo al revés de lo que ocurrió.—¿Se puede saber por qué llamas? Coño, podría haber muerto y no te habrías enterado. ¿Qué cojones quieres?—
—Cuanto rencor, Anxo. ¿Aún me odias? No me vengas con esas ahora, no tengo ganas de discutir.—Increíble, me llama y pretende exigir actitudes. Zorra.—Llamaba para saber algo de ti. Te apetece ponerte a la defensiva o, tal vez, quieres hablar como dos viejos amigos, como personas civilizadas.—
—Quizás, seamos de civilizaciones diferentes, porque, en la mía, a las mujeres como tú, se les llama putas o putas de mierda, que es lo que tú eres. Si esperas algo más de mí, vas lista.
—Ya veo. Penoso. Sabía que no lo habías superado, lo que no sabía es que todavía fueses más patético que antes.—
—Debido a que esta conversación me aburre profundamente y no me sirve para otra cosa que para malgastar mi precioso tiempo, voy a dar por finalizada nuestra comunicación.—Y cuelgo.
El teléfono vuelve a sonar. Dejo que se canse, pero vuelve a sonar. Hasta cuatro veces más. Supongo que es Cris. No voy a descolgar. Que se joda. La odio. Las mujeres guapas se creen poseedoras de un halo que les otorga el don de la corrección. Piensan que todo lo que hacen responde a un afán de buena fe que yo, sinceramente, no logro percibir. Creen que su cara bonita les permite hacer lo que quieran, carta blanca para todo tipo de decisiones. Craso error. No obstante, Cris no me inspira ganas de matar, como podría haber ocurrido. Me sorprende, pero lo cierto es que ahora no tengo sed de sangre. Tengo ganas de escuchar música, de escuchar algo bueno de verdad. Pongo Carlos Santana, "Evil Ways", perfecto.

Paseo nocturno

Durante unos minutos, puedo ocultarme de mis pensamientos. Me evado de la realidad en la noche. Me dejo llevar, otra vez. Son las tres y media de la madrugada y el Orzán está repleto. Demasiada gente, demasiado ruido, confusión. Apostaría mi vida a que el ochenta por cien de los coruñeses que veo están borrachos. Sonrío. Inconscientes. Ajenos a mi presencia. Ellos no saben que ni siquiera yo sé de lo que soy capaz.
Esta noche, había salido con unos amigos y, ahora, estoy de regreso, camino a casa. Todos nos fuimos dispersando poco a poco. Visto una camisa entallada azul celeste con cuello italiano, un pantalón gris oscuro con raya, unos zapatos negros clásicos y, para protegerme del rocío, una chaqueta de cuero negra. Miro a la gente con extrañeza, quiero ver su reacción al percibir mi presencia. No es que no esté agusto con la ropa que llevo, sino que no me encuentro cómodo con mi pinta. Al afeitarme esta tarde, decidí dejarme bigote, un bigote sin mucho espesor, plagado de pelos rubios, más claros que el poco pelo que me queda en la cabeza. El contraste de tonos y mi vestimenta me hacen pensar en mí como en un mafioso eslavo, eso es lo que creo. Pero la gente no se percata de nada.
Cambio de ruta. en vez de seguir por Juan Canalejo, decido dar una vuelta por el Paseo Marítimo. Me siento agresivo, sin deseos de nada en concreto, aunque sí con ganas de tener actividad física. No puedo soportar el calor que hay en mi interior, así que desabrocho la chaqueta. Llego al paseo. La brisa que viene del mar satisface mi necesidad de sentir frescor en la piel, algo que calme mi ansia por desahogarme. Camino a un ritmo acelerado, nadie lo hace tan rápido a esta hora. Apenas se ve gente en el paseo. En vez de dirigirme hacia mi casa, cambio de rumbo de nuevo y voy en dirección a la Domus.
Con la mente en blanco, me acuerdo de los Blues Brothers y su versión de "Gimmie Some Lovin'". Canto sin elevar en exceso la voz y silbo cuando no interviene el solista en la música. Ya pasé la Casa del Hombre, estoy en As Lagoas. En frente del reloj de mano gigante de la plaza, hay una rampa por la que se puede acceder a la orilla del mar—una pequeña cala y rocas que bordea el paseo hasta cerrarse el camino a la altura del Aquarium Finisterrae—. Bajo. La miopía me impide estar seguro, pero creo distinguir una pareja intimando en un apartado, sobre las rocas. Me da igual. No voy a cambiar mi recorrido por ellos. No tengo las gafas de sol de Jake Blues—John Belushi—, pero voy a hacer como si no los hubiera visto, seguiré mi camino.
Al pasar al lado de ellos, no puedo evitar mirarlos de reojo. La situación es muy violenta. Nos separan menos de dos metros y el chico, que está encima de su pareja, me mira con desprecio. Con la respiración entrecortada me recrimina mi actitud:
Lárgate, mirón. Que te den por culo.—Bastaba esto para que yo estallase. Me detengo, paro de cantar y le miro fijamente.
—¿De qué vas? Yo voy a lo mío. ¿Te haces el chulo con tu novia, eh? Que te den por el culo a ti, hijo de puta.—Si quiere problemas, yo también.
—Déjale, tío, ¿no ves que va borracho? Olvídalo.—Las recomendaciones de la novia, amiga o lo que quiera que sea la chica con la que folla no impiden que mi nuevo enemigo interrumpa el coito, se suba los pantalones y me presente cara. La mujer se aparta y se respalda en una roca.
—Hay que joderse, el puto mostachín quiere tocarme los cojones. A ver, mamón, a ver si ahora sigues dando el coñazo.—Dicho esto, el individuo se abalanza contra mí. Por su forma de moverse, es fácil deducir que está ebrio. Lo esquivo sin dificultad y con el codo le doy un golpe seco en el costado izquierdo. Cae al suelo.
—Mamón. Te voy a moler a hostias.—Se incorpora de nuevo y trata de embestirme. Ahora, las posiciones son inversas a las de la situación anterior. El mar está a mi espalda y soy consciente de ello. Cuando lo tengo casi encima, me aparto y, aprovechando la inercia de su movimiento, lo empujo, dándole un impulso suficiente para que se precipite al mar. Debe haber unos cinco metros. Las rocas que sobresalen en el agua y el oleaje es muy fuerte. El chico grita, pero sólo lo oimos dos. Tras hundirse en el mar, sale a flote, pero ya no se mueve. Su novia también grita.
—Cállate joder. Él se lo buscó. Calla puta.—No es que sea un hacha calmando a la gente.
Ella está muy cerca del precipicio. No puedo dejarla escapar. Me acerco a su posición y ella se levanta. No tiene salida, es el mar o yo. Elige luchar conmigo, pero es muy tarde. Apenas logra avanzar unos centímetros en mi dirección. Me agarra con fuerza, pero consigo ponerle la zancadilla. Aunque me siga agarrando, una vez en el suelo, está perdida. Le doy dos patadas en el costado con la mayor fuerza que puedo. Luego hago lo mismo con su cabeza, después piso su cara compulsivamente unas seis veces. Está aturdida. Sólo me queda tirarla al mar. Y lo hago. Miro hacia arriba. No hay curiosos en el paseo. Vuelvo a caminar, ahora hacia mi casa, y vuelvo a cantar "Gimmie Some Lovin'".

Noche en El Colonial

Otra copa más y me pierdo. No bebo. Eso digo siempre. A veces, no obstante, hago excepciones. Esta noche es una de ellas. Tilo, con la novia en Madrid, me ofreció un plan que, debido a la ausencia de alternativas, tuve que aceptar. La verdad es que me apetecía volver a probar la noche ferrolana, pero no con el entusiasmo de otras veces. Me dejo llevar, de nuevo. Dos chupitos de licor-café tras la cena y ya voy por el cuarto cubalibre. Demasiado para mí, ahora, en mi etapa abstemia. Antes era distinto, no mejor.
El Colonial tiene un ambiente aceptable. Hay bastante gente, pero todavía se puede bailar. El pincha está borracho y enlaza reggaetón con pop ochentero inconsciente del pecado musical que comete por segundos. A Tilo y a mí nos da igual, hemos salido a pasarlo bien, sin presiones y sin exigencias. Mi amigo va vestido con su estilo habitual, ropa oscura, no llamaría la atención en ninguna parte. Por una ocasión, yo voy acorde a Tilo. Visto un pantalón de lycra gris con finas rayas blancas, una camisa estampada de cuello París con una tonalidad más clara y unos zapatos clásicos negros con un tacón prudencial. Me dejé barba de una semana, arreglada, desde luego, y, por qué negarlo, me encuentro seguro de mí mismo, contento con mi aspecto. Conversamos de todo, pero sobre todo de mujeres. Bebemos Brugal con cola. Parece la noche normal de muchos, por fin. Hace unos veinte minutos unos comerciales conocidos de Tilo se acercaron y charlaron con nosotros. Nada interesante. Me gusta el local, aunque me parece repulsiva la apariencia de uno de los dos camareros. Ambos están disfrazados de Tarzán, pero uno no lleva más que el traje de leopardo y su aspecto me resulta desagradable. No sé por qué, pero no puedo evitar sentir asco al mirarlo.
Necesito ir al servicio un momento. Me excuso con Tilo—a nadie le gusta quedarse sólo en un local lleno de gente repartida en pequeños grupos—y me voy al lavabo. Al llegar, me encuentro con otro tío esperando. Curiosamente, el servicio de mujeres está vacío.
—Non hai cola no das mulleres e no dos homes si. Equivoqueime de país.—Mientras hablo me doy cuenta de que mi interlocutor está borracho.
—Y el de dentro lleva media hora. A ver, que é pra hoxe.—Grita con la mirada enfocando la viga situada a mi derecha. Al instante, el pinchadiscos se abre paso hacia el servicio entre nosotros dos. Hacia el servicio de mujeres.
Espero impaciente a que alguno de los dos lavabos quede libre. Primero se libera el de hombres y entra el muchacho que estaba aguardando su turno antes que yo. Tras unos minutos, también sale el deejay del de mujeres.
—Puedes ir a éste. Si no hay nadie ...—Me ofrece el servicio de chicas. Lo acepto sin dudarlo.
Dentro, permito que se relaje mi vejiga y observo mi facha en el espejo. Es cierto, tengo que estar satisfecho con mi aspecto. Apenas tardo dos minutos en cumplir el trámite. Al salir, sorpresa. Hay cuatro mujeres a la espera.
—Lo siento. Vi que el deejay entraba aquí y para una vez que está libre el de tías ...—No puedo terminar mi relatorio de disculpas. La segunda chica de la cola avanza hacia mí mientras hablo y me agarra por los biceps. Sonrío alucinado. Es rubia, un poco más baja que yo, labios carnosos, ojos saltones, algo caderona, guapa sin excesos y viste una blusa de corte oriental que marca bien sus pechos. No hay queja.
—Estás buenísimo.—Se limita a decir eso. No sé qué responderle. No buscaba rollo y me coge desprevenido. Lo primero que hago es separar sus manos de mis brazos. La miro de forma condescendiente, casi paternalista. Sonrío de nuevo. Ahora, sólo pienso en irme de allí, darle largas a esta chica—no sé por qué no aprovecho su predisposición, ¿estoy loco?—, volver a la zona de baile y seguir con la noche tal y como se estaba desarrollando.
—Gracias, gracias, gracias.—Acierto a decir. Me voy sin más ruido. No tardo en contarle lo sucedido a Tilo que, ya con la chica cerca de nosotros, me anima a que vaya a por ella. Me niego. Está fuera de lo que yo esperaba de esta salida nocturna. Provoca incomodidad en mí el simple hecho de pensar en tener que liarme con esa tía. No está mal, sin embargo, no me encuentro con ganas de intentar nada con ella. Tilo no comprende mi actitud. Yo tampoco. En el pub suena "19 de noviembre" de Carlos Vives. La noche debe terminar como siempre.

Consultas con la almohada

Son las cuatro de la madrugada. Abro los ojos de vez en cuando y puedo ver una tímida luz verde que atraviesa la tela del pañuelo que tapa el reloj del radiodespertador de mi habitación. No consigo conciliar el sueño. Me acosté a las dos y media. Vi una película, "Payback", de Brian Con Helgeland. Ya la había visto, pero me gusta y no me importó repetir. Sin trabajo, no tengo exigencias de horario. Me encanta esa tonalidad azul—todo es mejor azul—posible gracias a que Helgeland decoloró la cinta, pues no le permitieron rodarla en blanco y negro. Sensacional idea. La trama, la historia de un superviviente milagroso que busca una venganza justa, permite el lucimiento de Mel Gibson—que aprovecha para evidenciar que hasta los malos pueden dar lecciones de moral—. Me fui satisfecho a la cama. Cansado también. Creía que el sueño podría aparcar mis preocupaciones hasta la salida del sol. No pudo.
Tengo un sabor pastoso en la boca. Cené lomo a la plancha con patatas fritas. Me lavé bien la boca, pero quedó un regusto como la mancha mental que se instaló en mi cabeza desde que me salpiqué con la sangre de otros. No hay forma de dormir. Vuelvo a abrir los ojos. Todo sigue igual. Mastico sin nada en la boca, procurando eliminar ese maldito sabor que me atormenta—en realidad, eso no es lo que me agobia—, pero no soy capaz.
En la radio suena música, cómo no. Elbicho, "Parque Triana". Desamor. Ya no alcanzo eso. Ni siquiera recuerdo el amor. Quizás, en un tiempo lejano, en mi vida hubo amor. Un sentimiento que me resulta familiar, pero al que no le pongo cara, ni cuerpo, ni correspondencia.—Yo me mantengo, con las pocas cosas que yo tengo, con los pocos sueños que yo sueño, con las pocas cosas que me dabas tú—. Quiero llorar y mis ojos están demasiado secos para hacerlo. Los abro de nuevo. Sin cambios.—Tengo en el recuerdo alguna cosa, las pocas cosas que me dabas tú—. Apago la radio. Tal vez así duerma. Sin confusiones, sin clasificar sentimientos, sin compañía, sin ti, pero ¿quién eres tú?

Drogadictos

No hay aparcamiento en la plaza de Cuatro Caminos. Voy a probar en la estación de autobuses. Llueve como no recordaba. El termómetro marca ocho grados y, al contrario de lo habitual, se corresponde con la sensación térmica. El ventilador del coche evita a duras penas que se empañe el parabrisas. Me impaciento, pero, sorprendentemente, hay un sitio antes de llegar a la estación de autobuses. Aparco. Llevo paraguas, pero me mojo un poco al salir, es inevitable. Estoy a dos minutos de El Corte Inglés. He tenido buena suerte al encontrar este aparcamiento.
Es tarde para ir a comprar. Son las ocho y cuarto. Sólo tengo tres cuartos de hora para dar con un cinturón de mi agrado y que no sea demasiado caro. Primero quiero ir a C&A, me dijeron que hay cintos por seis euros. Entro por las puertas de la calle Ramón y Cajal de El Corte Inglés. Cierro el paraguas y me quito la parka. La bocanada de aire caliente que me recibe me sofoca. Me entran ganas de desnudarme, pero puedo controlarme. Cruzo el pasadizo que une Cuatro Caminos con El Corte Inglés y entro en C&A. No es difícil dar con los cintos. Lamentablemente, sólo hay seis modelos de caballero y los dos que me gustan me quedan cortos. Me voy desganado. En El Corte Inglés hay más variedad. Quiero uno negro con hebilla plateada, simple, sin extravagancias, que se pueda combinar con todo y, sobre todo, adecuado para pantalones negros. Hay como doce modelos que cumplen los requisitos. Pero, ..., ¡increíble! La primera etiqueta que miro es de un Dustin—marca de El Corte Inglés—, algo de calidad media, de imitación a piel, y vale 28 euros. ¿Están de coña? Sigo mirando. Emidio Tucci: 30 euros. Calvin Klein: 38 euros. Paso. Estoy de mala leche. Además, ya casi son las nueve. No puede ser que me quieran tangar así. A otro pringado quizás, a mí no. Ese Dustin pronto estará en Altamira a tres euros. Me voy.
Al salir por los soportales de la calle Alcalde Pérez Ardá, topo con una escena desagradable. Una pareja de drogadictos alcanza a una señora y le piden dinero. La señora se niega. Le insultan. La señora se va, pero ahora me toca a mí. Avanzo con la confianza del que se sabe caballo ganador. No quiero malgastar mi saliva con estos dos pordioseros.
—Oye, tío. Dame algo pa dormir.—La chica da asco. Es morena, delgada, fea, lleva coleta, tiene los dientes podridos y granos en la cara. Me encojo de hombros y les muestro las palmas de las manos con los brazos en postura de crucifixión.
—Por favor, señor, no tenemos donde dormir.—El chico es más educado. Tiene el pelo corto, una rasta tras la oreja derecha, delgado y también con los dientes podridos.
—Non levo nada, de verdá, tío. Non teño cartos, non tiña nin pra mercar.—Miento. Nunca miento y ahora sí. Joder. Me han echo mentir por no partirles el cráneo. Putos drogatas. Aún así, no parece convencerles.
—No me jodas, tío. Ten un poco de decencia, ¿nos vas dejar tiraos en la puta calle con un día así?—La mujer insiste, pero no va por buen camino. ¿No tienen donde dormir? Los cojones. ¿Y el albergue de San Roque? Igual es demasiado poco para estos capullos. Que vayan a una puta iglesia, para eso las querría Cristo, ¿no? Que duerman en una iglesia, cabrones de mierda. Estos no nacieron pobres, yo sé lo que digo.
Sigo andando. La chica carga saliva y escupe nada más la supero con mi paso. No sé si me dio con el escupitajo, pero creo que eso pretendía: no darme y que yo lo dudase. Ya comprobaré mi parka cuando llegue al coche. No debo envenenarme ahora. Hay poca gente, pero son las nueve de la noche de un lunes en Cuatro Caminos, en la salida de El Corte Inglés. No puedo matarlos, pero me gustaría. Mierda de día.
Salgo de los soportales. Abro mi paraguas y cruzo la calle. Silbo la melodía de "Rayito de luna", un bolero de Los Panchos. Sonrío. Tengo que calmarme. Aunque llueva. No es el momento. Ahora, no.

Una mujer en Afganistán

No entiendo cómo puedo sentir este frío en A Coruña. Aquí, dentro de la Carpe Diem, es otra cosa, pero hace un momento creí que se me congelaban las manos. Llevo unos diez minutos charlando con Uxío. Entre una cosa y otra no lo veo desde hace casi un mes. Dice que su trabajo no le deja apenas tiempo para los amigos. Por mi parte, también he tenido bastante ajetreo últimamente.
Uxío sufre una hernia discal que le impide participar en nuestras, antes, habituales pachangas. Dice que el dolor no remite, pero confía en que, con tratamiento adecuado, la progresión le lleve de nuevo a practicar fútbol. Con dolor o sin él, tiene buena cara y eso me alegra a mí también.
Llega la camarera y Uxío pide una Bass, yo, Fanta Limón. A él le gusta la tostada inglesa y la acompaña de una ración de chorizos al vino. La camarera no tarda en servir la bebida y, mientras esperamos su ración, nos ponemos al día de nuestras vidas.
—¡No me digas que vas a comprarte otro móvil! ¿Cuántos van ya, siete?—No puedo evitar la pregunta al verle ojear un catálogo de teléfonos móviles.
—Sólo es curiosidad, me gusta conocer las novedades. La verdad es que no me acuerdo de cuántos móviles tuve.—Ríe—¿Vas algo al fútbol últimamente? Dicen que contra el Alavés dieron pena, yo no lo vi.
—No, no dieron pena. Marcaron a la contra, fue un fallo de marcaje el primer gol. Dio el pase Jandro el del Celta. El Dépor no dio imagen de poder remontar, le falta crear ocasiones, se acerca sin peligro. Me gustó mucho Iago, ese chaval es bueno, el mejor del Fabril.—Tras resumirle la pasada jornada en la que el Alavés, colista, venció 0-2 en Riazor, bebo un trago de Fanta. Llega la camarera con los choricitos.
—Es que el Dépor tiene un desastre de ataque, menos mal que llegó Arizmendi.—Uxío interrumpe su explicación y mira hacia el televisor del bar. En los informativos hablan del plan de armamento atómico de Irán—Seguro que los americanos ya se están frotando las manos, una excusa perfecta. Si no les diese tantas complicaciones Irak ...
—Irán con bombas atómicas no es más peligroso que Estados Unidos sin ellas. Mira las masacres que hace con cada invasión militar en busca de la paz, sea bajo su bandera o sea con el nombre de la O.N.U. o de otros aliados por delante. Serbia, Afganistán, Irak, Somalia, ... Y eso sin contar con las masacres que permite y cómo mantiene el sistema mundial de ricos-pobres para el que nosotros colaboramos activamente. Que yo sepa, sigue siendo igual de malo ser mujer en Afganistán. Quizás, los únicos beneficiados por Bush fueron los kurdos de Irak, pero no los de Turquía.
—Joder, qué asco me da Bush y toda su tropa. Se van a cargar todo con su prepotencia. ¿Te imaginas? Sus decisiones trascienden más que nunca, la globalización, Anxo.—Uxío vuelve a hundir su mirada en el catálogo de móviles.
—Ser mujer en Afganistán, nacer con el destino grabado en la piel. Eso a los americanos les da igual, apoyaron a los talibanes para frenar a los comunistas, ahora les atacan. Y nosotros estamos en la cuerda floja. Nunca me creí lo de la guerra fría, pero esto me está preocupando. Los políticos de los países del llamado por Bush "Eje del mal" están casi tan desequilibrados como la administración yanki. No hay que esperar nada bueno en breve.—Uxío y yo seguimos dialogando de geopolítica durante un buen rato. Ambos coincidimos en nuestros posicionamientos. De vez en cuando, pierdo mi mirada en las mesas del fondo, pero sin fijarme en nada en especial. Pienso en mis problemas, en mis dos cadáveres, en su transcendencia real en un mundo que amenaza con autodestruirse. Con los dedos de mi mano derecha recorro el relieve de mi cadena plateada y muestro gratitud con mi gesto ante los razonamientos de Uxío.
Tras hablar, sobre todo del futuro incierto de la especie humana, durante una hora, mi amigo y yo dejamos el Carpe Diem. Chocamos las manos, nos despedimos entre chistes y cada uno retoma el camino hacia su casa. Este encuentro me ha tranquilizado. Me siento libre de un peso moral que me impedía pensar nítidamente. Cada vez tengo más claro que el hombre es una escoria evolutiva que hace tiempo que ha empezado el declive, queda lejos su clímax como especie. Su destino inevitable es la autodestrucción y, con ella, probablemente, la de toda la Tierra. Y, desde esa perspectiva, observo mis crímines, si es que lo son, y los suavizo en mi mente, llevándolos a la categoría de meras anécdotas. ¿Qué importa que hayan muerto?
Cojo el reproductor de mp3 y me pongo los auriculares. Lo enciendo y selecciono "Qué sabes tú", un bolero cantado por Lucrecia. Subo el cuello de mi forro polar y sonrío. Paso por delante de un vagabundo que pide en una esquina de la Ronda de Outeiro. Le miro sin modificar mi paso. La música no impide que oiga lo que dice cuando lo supero. Hijo de puta. Eso dijo. Me doy la vuelta y le recrimino su actitud. Discutimos por segundos. Lo desafío con el gesto. Acto sin respuesta. Prosigo con mi caminar. Hasta para pedir hay que valer. Pero, ¿qué importa todo?—¿Qué sabes tú lo que es llorar igual que un niño? ¿Qué sabes tú lo que es pasar la noche en vela? ¿Qué sabes tú lo que es querer sin que te quieran? ¿Qué sabes tú lo que es tener la fe perdida? ¿Qué sabes tú si tú no sabes nada de la vida?

La hora de la comida

Un Mesón en el Ensanche B. No me fijé en el nombre del local, no me importa. A duras penas, nos ubicamos alrededor de una mesa de madera lo suficientemente grande para que podamos comer todos en ella, aunque sea apretados. Bromeamos, hasta Pablo. Parece que, con el tiempo, se le pasó el cabreo. El reloj ya marca las cuatro y media de la tarde. Las tripas me cantan pidiendo ingerir algo de una vez. Por fin llega el camarero y posa las primeras viandas en un cutre mantel de papel. La vajilla, a juego con la protección de la mesa: ajada y estallada.
—¿Eso qué es? ¿Un centollo?—Pregunta Delia intrigada por uno de los integrantes de la mariscada que se marca el Carca.
—No, es un buey de Francia. El nombre engaña, es de Galicia. Es un crustáceo como el centollo, pero ves que tiene la concha plana—vaya palabras para explicarle a una argentina— el centollo tiene picos. Además, las pinzas del buey son mucho más grandes. A mí me parece que su carne es más sabrosa, pero es más difícil de coger buceando en las playas a cinco o seis metros. El centollo es otro cuento.—Toma lección de marisqueo para una hermana del otro lado del Charco.
—Yo creo que no voy a probar nada de eso. Sería un desperdicio. A mí no me gusta. Espero que no les parezca mal.—Asentimos con la cabeza y nadie pone reparos a la decisión de Cintia. Delia, no obstante, disfruta del marisco como todos.
Chistes y risas entre bocado y bocado. Al final el día salió bien. Nos despedimos con afecto y camino de vuelta. A mí me toca regresar a A Coruña con Pablo, el chaval que estaba de enhorabuena, pues necesitaba hacer unas gestiones la mañana siguiente y su coche le había dado un susto. Dice que quiere llevarlo al taller antes de atreverse a hacer más de dos kilómetros sin que se lo revisen.
Acabamos de dejar atrás Pontedeume, posiblemente, en la época de fiestas locales, el lugar del mundo con más bares por metro cuadrado. En la radio suena Marc Anthony, concretamente "El último beso". La canción me trae recuerdos amargos, en la boca saboreo desamor. Con todo, no puedo dejar de apreciar la belleza de la melodía y de su letra. Pablo no parece muy conforme con la música. Yo no le hago caso y canto en tono bajo, pero canto:
—El último beso que puse en tus labios todavía lo siento. Me diste un abrazo y, con el rostro triste, me dijiste adiós. No pude aguantarme y, al verte llorando, tuve que llorar. Y pasaron los años, muchos, muchos años y no sé dónde estás. No sé si eran tuyas, no sé si eran mías, lágrimas probé. Lágrimas amargas que humedecieron mis labios cuando te besé...—Pablo me interrumpe con un vocativo:
—Chiño, chiño, para un poco, tío. Baja un poco el volumen de esa porquería.—Le hago caso.—Vale, te conté lo de Tilo, ¿no?
—¿Lo de Tilo? No, no sé de qué cóño me hablas. Lo que pasó, pasó y nunca te olvidé. Lagrimas lloré, la vida no es color de rosa.—Sigo con "El último beso".
—Yo me había liado con Sandra, ¿te acuerdas?—Le digo que sí con la cabeza.—Ya sabes que entonces no tenía novia, pero no quería que lo supiese Ayita. Tilo no lo sabía y anteayer surgió el tema de Sandra y, para chulearme un poco, le dije que me había tirado a esa tía. Julio alucinó. Estuvimos vacilando y hablando de coña y le pedí que fuese una tumba con lo que habíamos hablado. Pero, cuál es mi sorpresa que, al día siguiente, Ayita me sale con lo de Sandra, que por qué no se lo había dicho. Es increíble, el secreto le duró un día. Le pedí explicaciones y él me dijo que tuvo que contárselo a Ana, porque, entre ellos no hay secretos, que esas son las normas de la pareja.
—Claro, esas son las normas. Cuando un colega tuyo se lía con una tipa, ese pavo sale de tu círculo de confianza. ¿Entiendes? Me refiero a que si realmente te importa que la chorba no sea La Voz de Galicia con patas tienes que poner límites y el límite es no contarle nada que no quieres que se sepa a tu amigo. Eso es así. Todo el mundo lo sabe.—Le aclaro al Carca.
—Mentira. Eso no lo sabe nadie y os lo acabáis de invertar el Tilo y tú. Si le confías un secreto a un amigo, sigue siendo un secreto. Y punto. Es un cabrón. Un cabrón y un falso.—Noto como Pablo vuelve a mirar al frente. No parece que nada que pueda decirle le lleve a cambiar de pensamiento. Aún así, insisto:
—Las cosas no son como tú te crees. Eso ya lo sabías, fue un error tuyo, joder. Si no quieres que tu ja sepa con qué tías te acostate, no fardes de eso por ahí. Hay pituquis a las que lo les gusta esa mierda. Es más, yo creo que a mí tampoco me haría puta gracia enterarme que mi ja anduvo de piltra en piltra follando con medio barrio.
—Tú no tienes novia, Chiño. Que lo sepas.—Me da duro, donde más duele. Pablo también sabe ser cabrón.

Fiesta en Ferrol

Lo entiendo, pero me cabrea. Al fin he conseguido aparcar, en la calle Sol, en lo alto de la cuesta. Está a unos cinco minutos de la casa de Pablo, pronto estaré ahí. Me apresuro en llamarle para advertirle de mi llegada. Busco el móvil en vano en los bolsillos exteriores de mi abrigo. Estoy nervioso. Son las tres y diez y él quería que llegase a las dos y media. Busco el teléfono en los bolsillos interiores de mi prenda y lo encuentro—menos mal—en el derecho. Llamo al Carca. Dejo que suene más de lo habitual, soy culpable. Así me siento y escucho el tono unas diez veces hasta que se corta la llamada. No coge el teléfono. Joder. Me enfado profundamente, aunque tenga su punto de razón, Pablo debería contestar. ¿Y si me pasara algo, si hubiese tenido un accidente en el camino a Ferrol? Ya me jodió el día esta chorrada. Joder.
Mientras me maldigo mentalmente, atisbo el portal de Pablo. Llamo al 3º derecha. Me abren sin preguntar. Perfecto. Parece que todos estamos cabreados hoy. Subo las escaleras de madera tras encontrar el interruptor que acciona la luz. Los pasos son de madera vieja y, cada vez que piso, siento crujir suavemente el suelo. Tarareo la canción "Dark Of Matinee" de Franz Ferdinand hasta que pulso el timbre de la casa de Pablo. Se oye ruido en el interior, pero no logro identificar las voces. Se abre la puerta. Es Pablo.
—Las tres y veinte.—Conciso y desagradable.
—Ya sé. Lo siento. De todos modos, tú podrías haber contestado mi llamada, podría haberme pasado algo en el camino, ¿No crees?
—No.—Está claro que está cabreado.
—De puta madre, esto sí que es un recibimiento cojonudo. Pues, felicidades cabrón.—Le doy mi regalo como si se tratase de ropa sucia.
—No empiecen ya. Déjenlo, por favor. Chiño, por favor.—Ayita reclama paz.
—Gracias. Tiene razón ella. Vamos a procurar llevarnos bien.—Pablo relaja el gesto, tiene voluntad para evitar que su enfado vaya a mayores. En la radio de la casa del Carca, suena "Where Are We Runnin'?" de Lenny Kravitz. Doy un pase de baile y muevo el cuello al ritmo de la música. Entro en la sala. Allí están Tilo, Ana, Guille, Carolina y dos chicas que no conozco pero que supongo que son Cintia y Delia. Saludo con un leve movimiento de cabeza a mis amigos.
—Hola, a vosotras no os conozco. Yo soy Anxo.—Me acerco y beso una de las desconocidas. Ambas son muy guapas, de tez morena, ojos marrones, aunque una tiene el pelo teñido de un castaño rojizo y la otra, negro.
—Yo soy Cintia. Encantada.—Dice la morena. Sonrío y beso a Delia—por eliminación ha de llamarse así—, que es más alta que Cintia y también más alta que yo.
—Yo, Delia. Encantada igualmente.
—Y ahora que ya están hechas las presentaciones, ¿vamos a jalar a La Vaca esa?—Me impaciento.
—¿Vamos a comer? Los cojones vamos a comer. Ahora ya buscaremos otro sitio, porque ahí es imposible.—Vuelve la mirada desafiante a la cara de Pablo.
—Vale, se levanta la tregua. Menos mal que no llueve.—Me hago a la idea de la fiesta de cumpleaños que me espera. Salimos por la puerta como si fuésemos a un velatorio. Nadie dice nada. Nadie excepto yo.—Where are we runnin'? We need some time to clear our heads. Where are we runnin' keep on working til we're dead? Where are we runnin'? Ooo wee ooo wee oo. Where are we runnin' now?

De nuevo en el paro

Tres días, sólo tres días. Esperaba que mi nuevo trabajo fuese algo más duradero, aunque fuese un contrato por obra. Yo no tuve nada que ver en el fin de la relación contractual. La empresa para la que trabajaba necesitaba reducir costes, había contado con mis servicios por falta de personal, pero paradójicamente, si no lograba aumentar el volumen de su facturación debería deshacerse de trabajadores. Eso fue lo que pasó, fallaron los acuerdos con varias factorías y yo me veo ahora desempleado. Otra vez.
De nuevo, todo en tiempo del mundo es mío. Estamos en navidad y vivo solo. Tiempo, frío y, al contrario que todos los años de mi vida, sin lluvia. Esas son mis posesiones. Y amigos. Sin familia, sin trabajo, sin pareja y con dos muertos en mi conciencia, sin apoyarme en ellos, sería complicado sobrevivir a la nochevieja. 29 de diciembre de 2005. Hoy es el cumpleaños de Pablo. Puede ayudarme a digerir la noticia de ayer. Quizás, olvide por unos minutos que me he convertido en un asesino, en un tipo agresivo que cada vez tiene menos escrúpulos para actuar según le plazca, en alguien que reprobo, que no comprendo que forme parte de mí y que, a la vez, acepto sin pedir las explicaciones que merece. Creo que me estoy volviendo loco y, lo peor del caso, que soy consciente de ello.
Ya estoy casi listo para ir a Ferrol a casa de Pablo. Me pongo un abrigo clásico de tres cuartos gris oscuro que me regalé estas navidades. Me miro al espejo. Sonrío. Me doy palmadas rítmicamente en las mejillas, como aquel antiguo anuncio del masaje Williams. Mientras me preparo para irme a la fiesta de cumpleaños escucho "Fly Me To The Moon" de Frank Sinatra. Camino por casa bailando con el paso, a tono con la canción de Blue Eyes. Cojo el móvil y marco el número de Pablo.
—Hola, Chiño. ¿Qué tal?—Contesta Ayita, su novia.
—Hola, Adriana, voy para ahí. Llegaré sobre las dos y media. ¿Muy tarde?
—No, loco, está rebién. Qué bueno que vengas. Así podés conocer a las amigas de Argentina que vinieron estas navidades de las que te hablé, Cintia y Delia.
—Vale, tengo curiosidad por conocerlas. Dime Ayita, ¿está el Carca por ahí?
—Y claro, ahora te lo pongo. Nos vemos, Chiño.
—Chao, Ayita.
¿Qué?—Pablo, siempre tan cordial.
—Felicitacione bambino, igual me tienes por ahí a las due e media. ¿Prace?
—A ver si vienes un pelín antes, que queremos ir a La Vaca Argentina a darnos un atracón de carne de la buena, Chiño, ¿podrás?
—Lo intentaré, pero no te prometo nada. Teño que facer unhas cousas antes de ir,—esto lo digo para justificar mi más que posible retraso a pesar de no haber motivo específico—e sabes que aínda non aprendín a voar. Intentaré estar, sino, empezar sin mí, aunque sea muy duro perderse al puto amo.
—Inténtalo, estaría bien a las dos. Te esperamos, Anxo.
—Vale, fenómeno, ya te digo que lo intentaré. Chao.
—Chao, Anxo.
Vuelvo a mirarme al espejo. Sonrío y repito el ritual de las palmadas. Cambio de corte en el disco de Frank Sinatra. Ahora suena "It Had To Be You".

De compras en Cuatro Caminos

Me equivoqué. Hace demasiado frío para ir vestido así. Llevo puesta una camisa negra de un tejido sintético tan suave como fino, un pantalón de lycra gris oscuro y unos zapatos negros sin cordones de imitación de piel. Como único abrigo, visto una levita negra que, aunque luce mucho, no me ampara de los dos grados que soportamos los coruñeses en el atardecer de hoy. Las bajas temperaturas de estos días son extraordinarias en esta ciudad. Anoche escuché en La Rosa de los Vientos que el cambio climático que está acelerando la acción del hombre provocará una subida progresiva del nivel del mar y éste se tragará varios kilómetros de costa, quizás, media Coruña.
Son las seis de la tarde y ya casi es de noche. En la calle Ramón y Cajal se respira la navidad de El Corte Inglés. Las luces del centro comercial iluminan medio barrio de Cuatro Caminos. La gente se amontona en las aceras dispuesta a gastar compulsivamente. Yo no voy a comprarle nada a nadie. Vivo solo, desde que mis padres regresaron a Suiza, nadie me regala nada y correspondo esos detalles. Mi intención es ir a C&A y encontrar una camisa de pana azul con estampado blanco que vi en el escaparate la semana pasada. Es original y me gusta. De hecho, me gusta todo lo azul, aunque detesto la pana, pero haré una excepción. Necesito una de talla tres, ojalá la haya.
Paso por los soportales de El Corte Inglés de la calle Ramón y Cajal. El aire acondicionado se nota desde fuera. La gente va muy arreglada por esta zona, acorde con el olor a perfume que también se puede sentir desde el exterior, no en vano la sección de perfumería y cosmética de El Corte Inglés está a unos metros de mi situación. Me río. Es paradójico ver mi calma y como los transeúntes se estresan por comprar, por tirar su dinero. La mayor parte de sus adquisiciones no son para ellos, sino para otras personas, qué locura.
Entro en Cuatro Caminos Centro Comercial. El aire acondicionado también actúa aquí, pero nada que ver con la gran área contigua, se puede respirar. Me abro paso entre los clientes de la navidad. Avanzo hasta la entrada de C&A y compruebo que la camisa sigue en el escaparate. Perfecto. Estoy contento y canto mientras busco una de la talla tres:
—Miña tía era solteira pero casou co viño. Criticábaa a familia, criticábana os veciños polo tempo que botaba coa botella nos fociños. A miña tía así finou, bebendo todo o que lle petou, non reparaba na calidade nin se paraba na cantidade.—Mientras entono "Miña tía" de Ca Lúa, encuentro lo que busco. Voy al probador, que está vacío. En dos minutos, me convenzo de que esa camisa es lo que necesito. Me dirijo a la caja. Casi es imposible hacerse camino entre los estantes de ropa y la gente. Llego a la caja. Afortunadamente, aquí tampoco tengo que esperar.
—Son 11,90 euros, señor.—Me atiende una chica de unos veinticinco años, 1,70 de estatura, delgada, morena de solárium y muy maquillada. Es guapa, el maquillaje le hace un favor. Me sorprende al decirme el precio, es menos de lo que esperaba.
—Pero, ¿cómo? No entiendo. ¿11,90? En la etiqueta marcaba más.—Soy gilipollas.
—Sí, pero está de oferta caballero.—¿Caballero? ¿Dónde coño vio mi montura?
—Ah, vale. Por mí, estupendo. Pero mejor sería que tuviese el precio correcto en algún lado, ¿no?—Actitud poco comprensible, pero me jodió lo de caballero y sigo en mis trece aunque el perjudicado sea yo.
—Mire, señor,—otra vez jodiendo—, no sé qué decirle. El código de barras marca este precio. Si no está conforme, págueme la diferencia.—Sonríe. Puta gracia que me hace. Pago con malos modos, cojo la camisa y mascullo:
—Puta de mierda. Tendría que follarte y luego arrancarte la garganta con mis propias manos para que dejases de escupir babosadas. Puta.
—¿Perdón? ¿Está hablando conmigo?—La dependienta no escuchó, por fortuna, lo que dije, pero por su mirada intuye que no es un piropo.
—No. Sólo estaba cantando. Una canción de Ca Lúa. ¿Los conoce?
—No, la verdad.
—Bo nadal e feliz aninovo.
—Igualmente, caballero.
—Puta—.Vuelvo a insultarla para el cuello de mi camisa.

La torniqueta

Cholo, Berto, Juan, Uxío y yo. Atrás queda ya mi primer día de trabajo. Todo fue bien. Compañeros amables, jefes ausentes, un desempeño llevadero y un horario razonable. Espero que siga así por muchos años. Ahora, toca relajarse. Estamos los cinco amigos reunidos en Perillo, en una parrillada a la que solíamos ir Uxío, el hermano de Juan y Cheché. Tanto Cheché como el hermano de Juan no nos pudieron acompañar hoy, los echaremos en falta, lo pasábamos bien, al menos yo, con ellos de comensales. Todos, menos Juan, son adoradores del churrasco. Yo me presto a la ocasión. Me gusta el churrasco, aunque no a su nivel.
Las primeras bromas llegan por mi calzado. Mientras esperábamos en la barra, Berto no pudo evitar fijarse en mis zapatillas Adidas azules de plástico. Su brillo es intenso, parece que son un tubo de neón azul. Nos metemos con las pintas que llevamos cada uno de nosotros, peculiares como mínimo. Una vez en la mesa y con la carta en la mano, comienzan las discrepancias.
—A mí no me apetece churrasco. Creo que voy a pedir pescado. Lenguado a la plancha, tal vez. A lo mejor, lubina al horno.—Juan sorprende.
—Vamos a ver, Juan. ¿Llevas un minuto entre nosotros y ya das problemas? Esto no funciona así. Esto es El Gaucho Díaz. Aquí se come churrasco. Uxío va a pedir por todos, como siempre, tiras de churrasco de cerdo o de cerdo y de ternera, una menos que el número de comensales, un chorizo criollo por barba, patatas fritas, ensalada, pan, vino y agua. Así va esto.—Trato de que Juan no se cargue la liturgia de este tipo de cenas.
—Y gaseosa.—Juan pone la puntilla. Asentimos con la cabeza.
Me había olvidado de la gaseosa. En unos segundos, el camarero aparece para cubrir la comanda. Pide Uxío y Juan, que no está conforme del todo, sigue dando la nota:
—¿Hay mollejas o riñones?—El camarero niega sin decir palabra. Todos miramos contrariados a Juan. Finalmente, parece cómodo con el pedido.
Las anécdotas se hacen las dueñas de la cena y la comida se convierte en una mera excusa para charlar y reírnos un poco de nosotros mismos. Entre risa y criollo, Cholo nos habla de un amigo suyo que dice haber encontrado la forma de proporcionarle el mayor placer posible a una mujer.
—¿A una mujer? ¿A mí qué me importa eso? Quiero disfrutar yo, para eso están las mujeres.—Berto.
—Créedme, ese colega que tengo es un friki de cojones. El tío frecuenta los ambientes menos recomendables de la ciudad y, la verdad, el cree que descubrió la pólvora. Según él, tienes que meterle una mano en la vagina y otra en el culo y con un dedo de cada mano presionar hacia dentro hasta que la presión la note en la toda la zona intermedia, ¿entendéis? Le llama la torniqueta.—
—Pues sí que está jodido el pavo ese. La torniqueta. Ja, ja, ja.—Empieza Berto a reírse y le seguimos todos.—Seguro que se lo dijo una puta y se quedó con el sistema, pero no creo que tenga esos resultados que él supone.
La cena finaliza con un postre que multiplica la cuenta y pone a prueba nuestra capacidad estomacal. Pagamos a partes iguales y nos despedimos. La torniqueta. Parece algo sencillo, nada del otro mundo. Por muy pirado que esté el amigo de Cholo, puede que esa táctica dé resultado. Quién sabe. La torniqueta. Tiene gracia hasta el nombre: torniqueta.

Otra vez en A Coruña

Ni Keila consiguió que me olvidase de mi segundo ¿asesinato? Yo no lo hice con alevosía, era cuestión de su vida o la mía. Podría referirme a ello como una muerte accidental. Sí, así lo haré. También fue accidental lo que ocurrió en O Ventorrillo. No puedo culparme por accidentes, desgracias azarosas, pero tampoco logro olvidar. Quizás, correr, como estoy haciendo ahora mismo, me ayude a eliminarlo de mi mente. En el regreso a Galicia, traje a Ana y Ayita. Las dos me notaron extraño, eso decían. Mañana, comienzo en mi nuevo empleo. Todo debe volver a la normalidad. Me esforzaré en que así sea. Antes quemaré un poco de adrenalina en el Paseo Marítimo.
Ahora sólo puedo ver baldosas verdes, marfiles, granates; baldosas. Farolas rojas. Gente que corre, que pasea. Luces de semáforos. Coches. Las olas rompiendo y muriendo en la arena. Y Bob Marley suena en mi cabeza. "So Much Trouble In The World". Su ritmo es demasiado lento, pero me adapto a él. Cada golpe de bajo, una zancada. No llevo walkman, no me hace falta. Conozco de sobra esta melodía.—So much trouble in the world, so much trouble in the world—. Cada paso es un triunfo. Necesito correr, necesito quemar adrenalina y, sobre todo, necesito olvidar. Anoche, en La Rosa de los Vientos, debatieron sobre la hipótesis que explica que Jesucristo sobrevivió a la crucifixión y se refugió en Cachemira hasta que murió a una edad avanzada. Aún me queda más de la mitad del recorrido de ida. Y tengo que volver al coche.
El sudor me molesta en los ojos. Tengo las cejas muy pobladas, pero no basta para frenar el líquido que expulso desde mi cuero cabelludo y evitar que entre como misiles salados en mi cavidades oculares. Es una sensación desagradable. Me froto como puedo con las manos, también empapadas en sudor, pues el que libero en ellas se junta con el que llega de mis brazos. Lo único que consigo es que me piquen más. Escupo. Es la tercera vez que escupo en el último minuto. Es por costumbre, realmente no debería escupir, mi garganta está lo bastante seca como para hacerlo de nuevo. Pero vuelvo a escupir. Siempre procurando no darle a nadie ni que el escupitajo caiga en su camino. Regurgito una flema y otra vez.
Me duelen las plantas de los pies. La suela de mis zapatillas Levi's amarillas es muy fina y, además, está tan gastada que siento el relieve del suelo golpearme cada vez que piso. Los salientes de las baldosas se me clavan como puñales. Llevo un ritmo de zancada muy fuerte, me estoy fatigando sin motivo. Voy a tener que parar contra mi deseo.
Se cruza realizando el camino opuesto al mío un anciano que me encuentro cada vez que corro por el paseo. También cruzamos las miradas. No nos saludamos, pero al mirarnos mostramos una señal de respeto, como reconociendo nuestra presencia y admirando cada uno el esfuerzo del otro. Él cojea de la pierna derecha, viste un chándal azul marino y un chubasquero azul. Protege sus manos y su cabeza con guantes y un gorro de lana negros. Se nota en su gesto que la caminata le produce dolor. Mi gesto, honestamente, creo que es mucho peor que el suyo. Supongo que tengo la cara desencajada, colorada por el frío y con algo de baba en los bordes del labio que siento que me quedó tras escupir repetidas veces. No puedo más. Paro de correr. Ahora camino, pero en dirección al coche. De nuevo hacia el Millenium. Mañana tengo que empezar en mi nuevo trabajo, así que no me voy a pasar la víspera.

Noche en Moncloa

No puedo ver con nitidez los rostros de los otros tanseúntes. Camino sin destino fijo, absorto por la música que suena en mi reproductor de mp3. Creo que estoy en Alberto Aguilera o una calle muy parecida. Recuerdo que en Moncloa hay un local que me gustaría visitar. La última vez que estuve en Madrid con Tilo, él se negó a entrar. El Manantial de la Salsa, así se llamaba el garito. Estaba a rebosar. No había otros pubs en los alrededores y en ése cabían todos los que querían entrar. Me encanta la salsa y me quedé con ganas de marcarme algún baile en ese templo caribeño. Madrid es demasiado triste para un caminante solitario, cualquier sitio lo es menos el Paseo Marítimo de A Coruña. Debo relajarme y tratar de olvidar, al menos el pasado reciente. Ayita me preguntó qué tal terminé la noche. Como es lógico, tuve que ocultar parte de la verdad. No le mentí. No va conmigo, no soy así, no miento. Jamás. Sólo cuento la verdad que se puede contar. Nada más.
—'Cause you're beautiful. Like no other. 'Cause you're beautiful. Maybe tonight, they'll see you tonight. Beautiful .... beautiful. And it's no good waiting by the window. It's no good waiting for the sun. Please believe me, the things you dream of they don't fall in the laps of no-one—. Canto con voz baja lo que suena en mis auriculares: "Flawless (Go To The City)", de George Michael.—Absolutly flawless.—Es fácil seguir el ritmo de esta canción. Adapto mi forma de caminar al tempo de la música. Llevo puesta una chaqueta de punto con un refuerzo frontal de imitación a piel de color marrón oscuro. Debajo, llevo una camiseta granate de manga larga, ajustada al cuerpo. Visto un pantalón de lycra gris marengo con rayas blancas muy finas y calzo unos zapatos de suela alta negros, también de imitación de piel. Una cadena gruesa plateada, que no de plata, brilla en el poco espacio que deja la abertura de la cremallera de la chaqueta. Tengo un aspecto estilizado y me siento cómodo. Es una buena noche para olvidar.
Estoy ya cerca del garito. Una chica me sonríe, eso creo. No llevo gafas, no lo podría asegurar. Le sostengo la mirada. . Me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Pasa y no la pierdo de vista. Le hago un barrido visual de arriba a abajo. Ella se gira un segundo y vuelve a sonreír. Me gusta esta sensación. Se va. Morena, guapa y alegre. Buen presagio. Buena noche.—Always the same. Yes, you're movin' up. Well you've got to think of something' cause your job pays you nothing, but you've got the things God gave you. So, the music may yet be your saviour.—
Es como lo recordaba. Gente fuera, mucha gente. Guardo los auriculares y el reproductor de mp3. Se llama El Manantial de la Salsa, pero está sonando "El Rompecintura" de Los Hermanos Rosario, merengue puro. Doy el cante. No logro ver a ningún blanco en la entrada. Tal y como recordaba. Entro. Algún tío me mira con curiosidad y desprecio, pero procuro no alterarme por eso. Me abro paso como puedo, manos en el bolsillo para evitar problemas, hasta la barra. Me atiende una chica con cara de resignación.
—¿Qué te pongo?—
—Un destornillador.—La chica parece no entender mi pedido.
—¿De punta plana o de estrella? ¿Qué quieres, papi?—Se hace la graciosa, pero no demuestra alegría. Veo que no trabaja el argot alcohólico aunque sabe algo de bricolaje.
Vodka con naranja, Schweppes, si puede ser.—Le digo bien alto. El volumen de la música me obliga a ello.
—¿Qué vodka? ¿Eristoff, Finland, Absolut? ¿Qué?—
—El que quieras, joder, el que quieras.
—Okey, papito.—No es su día. Creía que podía ser el mío.
Con el vaso de tubo en la mano, me muevo hacia el centro de la pista. La música y el baile evitan que la gente se fije en mí. Mejor. Parece un ambiente demasiado cerrado. Basta con alzar la vista y ver más de cinco banderas de Quisqueya, bandanas con los colores nacionales y hasta tops con la enseña dominicana. No soy el típico cliente, pero aspiro a serlo.
Hay dos chicas en la barra que están hablando y riendo. Una de ellas me mira de reojo. Me dejo querer. Qué cojones. Me acerco a ellas. ¿Por qué no? Salgo sólo de noche por una ciudad que no es la mía, entro en un pub repleto de dominicanos en el que parezco una farola en la noche y quiero bailar.
—¿Ta to? ¿Bailas?—Intento ganarme su confianza rápidamente.
—To ta.—Ríe.—Tú no eres dominicano. ¿Por qué saludas así?—No le molesta mi burda imitación del acento de República Dominicana. Es más, le hace gracia. La amiga no dice nada.
—Mujer, no eres la primera dominicana con la que hablo. ¿Cómo te llamas?—
—Keila, me llamo Keila, y ¿tú? ¿No eres español?—
—Soy gallego, me llamo Anxo, pero todos me llaman Chiño. ¿Conoces Galicia?—Bien. Hay conversación. Va todo como debería de ir.
—¿Anso? Me gusta ese nombre. Galicia es un sitio como Irlanda me dijeron, ¿no?—Pronuncia mal mi nombre, pero esto no es una clase de fonética.
—¿Irlanda? ¿Acaso conoces Irlanda?
—Por las películas, jevito, por las películas.
La conversación sigue por la rama antropológica. A los diez minutos, la amiga de Keila decide irse. Mejor. Poco después, pasamos al baile. No lo hago bien, lo suficiente para no hacerle daño y no pisar a otras personas. Reímos. Todo culmina con la frase esperada:
—¿Tienes algún sitio por aquí adónde podamos ir?—Me susurra al oído.
—Lejos, ¿y tú?—Ella asiente con la cabeza a mi pregunta.—Absolutly flawless.—
—¿Qué dices? No te entiendo.—
—Nada, olvídalo.—

Primera noche en Madrid

Son las tres y Adriana y Ana se quieren ir. Dicen que están cansadas. Estamos en una discoteca, no me fijé en el nombre. Está cerca del Banco de España, creo. Entramos gratis. Después de cenar habíamos ido a tomar unas caipirinhas a un pub y allí coincidimos con unos primos y primas de Ana. Nos vinimos todos a esta discoteca. Dos primas de Ana, me están alegrando la noche. Marta y Natalia. Aunque guapas, no son Naomi Campbell. Marta es bajita, morena, pelo rizo, labios carnosos y con algún kilo de más, algo que se nota, sobre todo, en su cintura. Tiene unas facciones bonitas, buena delantera y buen culo. Natalia es un poco más alta, castaña, algo flaca de más para mi gusto e igualmente guapa. Las dos son muy simpáticas y parece que les va la marcha. Me he olvidado de mis dolores de barriga. También de Ayita y Ana.
—Che, loco, te olvidaste de nosotras ya. Te están alegrando esas minas. Nos vamos. ¿Estás rebién, no?.—Ayita.
—Lo normal. No entiendo por qué os marcháis. ¿No lo estáis pasando bien? Pues entonces. Yo me quedo. Estoy viviendo un momento almíbar. Parece que las dos quieren tema y, lo haya o no, me mola tontear.—
—Bueno, no te creas que todo el monte es orégano. Ellas son muy simpáticas, pero tú, tal vez, eres un poco creído, ¿eh?.—Por un instante, olvidé que eran primas de Ana. Tengo que tener más tacto a la hora de hablar, medir mis palabras.
—Tienes razón, Ana. Pero lo estoy pasando bien, ¿por qué marcharse? Ayita, déjame una llave del piso y me vuelvo cuando esté cansado, ¿vale?—
—Dale, Chiño. Chau.—Se van. Queda mucho para que amanezca y tengo energías para un maratón.
Bailo con las dos primas de Ana. Tonteamos. No sé si quieren algo realmente o sólo tontean. Puede que sea algo seguro, pero no ataco porque tengo miedo a recibir un no, soy demasiado orgulloso para eso. Aunque no suelo beber, las caipirinhas del pub brasileño y dos destornilladores en esta discoteca me están encendiendo. En el baile me rozo lo suficiente con las dos para que sepan que estoy disponible. No me cabe duda de que lo han captado. Ninguna me hace ascos y espero que no se den cuenta de que estoy sondeando a ver cuál de las dos puede caer.
Tras dos horas más en la discoteca, todo se queda en nada. Marta está demasiado borracha como para hacer algo y Natalia se ha mostrado bastante distante en los últimos minutos. Lo doy por perdido. Me voy a casa. Hay un buen trecho desde la discoteca al piso de Ayita. No hay gente por la calle. Son las cinco de la madrugada, es normal que no haya nadie. Al doblar una esquina a tres manazanas de la disco, tropiezo con un tipo. Los dos caminábamos deprisa y ambos caemos al suelo, aunque en direcciones contrarias. Ha sido un buen golpe. Me duele una pierna y la muñeca de la mano derecha, la que apoyé para mitigar el encontronazo con la acera. El otro individuo me mira con los ojos inyectados en sangre. Está calvo, rapado al cero, viste de negro, lleva una levita de cuero y una cadena de plata de un grosor considerable.
—Puto imbécil de mierda. Eres un maricón de mierda.—Está muy enfadado. Se levanta con ímpetu. Yo sigo sentado en el suelo, inmóvil. No sé qué hacer. Esta situación inesperada me supera.
El extraño me propina una patada en la pierna izquierda, la que no recibió el golpe en la caída. En una nueva acometida, intenta golpearme en la espalda, pero lo esquivo con bastante torpeza. Me apoyo en los brazos y me desplazo hacia atrás. Me arrodillo para levantarme. Mientras lo hago, el personaje de negro me intenta dar una patada en la cara. Reacciono a tiempo y no le dejo armar la pierna. Me agarro con fuerza a su pierna de apoyo y lo derribo. Me arrastra en la caída y ahora estoy tumbado encima de él. Noto que se lleva la mano al bolsillo de la levita. Intento evitarlo sin éxito. Puedo ver que porta en su mano una mariposa. Logro agarrarle por el pulso de la mano en la que lleva la navaja. Él me agarra por el cuello con su otra mano. Con mi mano libre le doy un puñetazo en su costado. Al recibir el impacto flojea su pulso, momento que aprovecho para doblarle la muñeca, que cruje. Creo que se la he roto. No tiene fuerza para sostener la navaja y cae. Cojo la mariposa del suelo instintivamente y, en menos de un segundo, le perforo con ella a la altura de la base del pulmón derecho. Él sigue apretando mi cuello. El único ruído que hay ahora es nuestra acelerada respiración. Saco la mariposa y vuelvo a hundírsela unos centímetros más abajo. Ahora, abre sus ojos con espanto y cede en su presión sobre mi garganta. Retuerzo la navaja en su interior. Con la mano buena, intenta sacar la mariposa, pero no puede. Yo sí lo hago. La saco y se la clavo dos veces más en la misma zona. Comienza a salir sangre por la comisura de sus labios.
No hay nadie en la calle. Es una vía estrecha, cerca de una amplia avenida por la que circula algún taxi que otro, pero esta calle está desierta. De todos modos, cada poco, recorro los alrededores con la vista. No sé qué me impulsó a clavarle la navaja, pero una vez que empecé, no paré hasta que murió. Le había dado más de veinte puñaladas. Lo curioso, es que no me parece que haya actuado mal. Él trató de matarme. Que se joda. No sé quién es ni qué le pasaba, no es mi problema. Intentó matarme. Cabrón. Mi segundo asesinato en una semana. Yo no lo busqué, él forzó la situación. Tenía que hacer algo para defenderme, ¿no? Pero esta vez todo será más difícil. No tengo forma de hacer desaparecer un cadáver de cien kilos en pleno centro de Madrid. Tengo que pensar algo rápido.
Estamos justo al lado de un escaparate de un restaurante gallego en el que se exponen productos típicos de Galicia. Casualidades. Hay aguardiente como para emborrachar cuatro pueblos. Puede ser mi salvación. Busco entre la ropa del muerto. Necesito un mechero. Tiene los dedos amarillentos, casi tanto como los dientes. No cabe duda: era un fumador. Debe de tener un mechero. Lo encuentro en un bolsillo de su pantalón. Me tapo el puño con el blasier y le doy un puñetazo a la luna de la tienda. El cristal estalla. No suena la alarma. No hay tiempo para mirar si hay vecinos curiosos por las ventanas y no lo hago. Cojo, una a una, cinco botellas de aguardiente. Vierto el líquido por encima del muerto. Con el mechero, le prendo fuego a unos tickets que guardaba en la cartera y los dejo caer sobre su cuerpo. Arde. El fuego prende rápido. Sonrío. Es mejor de lo que esperaba, no creí que fuese a salir tan bien. Echo a correr en dirección al piso de Ayita. No creo que nadie me haya visto, puede que esto también me salga bien. Confiemos.

Cena en Lavapiés

Es la tercera vez que paso por la Plaza de España. Que aparque por Puerta de Toledo, eso me dijo Ana, la novia de Tilo. Ana es madrileña y esta noche he quedado para cenar con ella y con Ayita en algún sitio de Lavapiés que no recuerdo. Hace una hora que estoy dando vueltas sin sentido por Madrid. No tengo mapa y creí que con leer los letreros y mi orientación llegaría, pero no. Ahora voy a meterme por la calle de la derecha. Madrid está lleno de "puertas" y yo no consigo llegar a la de Toledo. Nunca me olvidaré de ella, Puerta de Toledo.
Decido parar. En un panel de la acera hay información sobre las líneas de buses en un mapa. Aparco el coche en el carril taxi-bus detrás de otros tres que lo hicieron igual de mal. Llevo puestas las gafas. Me molestan, pero sin ellas, por la noche conduciendo en una ciudad que no es la mía, estoy perdido. El mapa de las líneas de autobuses no me aclara nada. Veo la Puerta de Toledo, parece que no está muy lejos de donde me encuentro ahora, pero sólo están marcados los nombres de las calles principales. Eso no me llega para pensar una ruta. Además, no sé qué vías son de sentido único y cuáles de doble. Cuando me dirijo de vuelta al coche, desesperado, una chica abre la puerta del que está aparcado justo delante del mío. Es rubia, luce bronceado de solárium, lleva un pantalón ajustado beige a juego con su chaquetilla. Por debajo viste una blusa blanca ajustada. Calza unas botas de cuero de color marrón oscuro. Va muy maquillada, el tono de su cara es aún más moreno que el de su cuerpo.
—Perdona, ¿sabes cómo puedo llegar desde aquí a la Puerta de Toledo?—Se sorprende en un primer momento, pero me mira con agrado. Parece que le gusta mi forma de vestir y mi cara. Me recorre con la vista de la cabeza a los pies. Me siento halagado, pero quiero que me conteste.
—Mira, si vas recto, luego hay una bifurcación y tienes que coger como si fuera una diagonal. Espera. A la derecha, sí. Y luego vas a dar a la parte de atrás de la Plaza Mayor, sí, creo que sí. Y, bueno, y, ... Perdona, es que sé ir en coche, pero no sé explicarte, ... Vete así como te dije y pregunta cuando estés por la Plaza Mayor. ¿Vale?—Sonríe mucho, es guapa, pero no me sabe contestar a lo que pregunto. Le agradezco nada y me voy.
Ya hace una hora que le pregunté a la rubia y sigo dando tumbos, pero, ahora, sigo unas indicaciones para llegar a la Puerta de Toledo. Estupendo. Debo continuar sin que se me escape un letrero. ¿Cómo? Ya está. Acabo de llegar casi sin darme cuenta. Por fin. Doy una vuelta a la rotonda de la plaza. A la segunda vuelta, tomo la primera salida que veo. Al poco de conducir veo libre un aparcamiento para residentes. Me da igual. Son las once de la noche de un viernes y quiero ir a cenar al centro de Madrid. Tengo la barriga hinchada, a punto de estallar. El cinturón de seguridad y el del pantalón han hecho de mi vientre una bomba llena de gases que me produce pinchazos de dolor. Aparco en la plaza delimitada con una línea verde. Si me multan, que me multen. Hoy no voy a conducir más.
Cojo el móvil. No me acuerdo del restaurante, bar, o lo que quiera que sea en el que vamos a cenar. Llamo a Ana. ¿Qué pasa? Apagado o sin cobertura. Perfecto. Llamo a Ayita. Igual. ¿Qué coño me pasa hoy? Esto es demasiado. Me duele la barriga, estoy colorado y con los nervios a flor de piel. Aún así, avanzo por las calles de Madrid. Creo que voy en buena dirección, aunque no tengo ni idea. Una pareja se cruza en mi camino.
—Perdonad, ¿sabéis cómo puedo llegar a Lavapiés?—Sonríen y el hombre se encoge de hombros.
—No somos de este barrio, pero pienso que estás muy lejos. Lo mejor es que cojas un taxi, chaval. Esto es Madrid, es muy grande. ¿De donde eres?
—Gallego.
—Ah, qué bonita Galicia. Bueno, eso te digo, vete en taxi.—Se despiden. Les doy las gracias. "Qué bonita Galicia", ¿qué sabe él?, seguro que hoy es la tercera vez que sale de su barrio en toda su vida. Mamón.
En el primer cruce, paro un taxi. Monto y, apenas sin tiempo para decirle el destino, el taxista frena mis pretensiones:
—Chaval, Lavapiés está a dos manzanas de aquí. Podía ser un tremendo hijoputa y llevarte, pero no lo voy a hacer, soy un tipo legal. Bájate y vete.—Seco y escueto. Tranquilizador. Tercera vez que le doy las gracias a alguien desde que llegué a la capital de España. Eso no es lo que me pide el cuerpo precisamente.
Tras dos minutos de caminata, llego a la Plaza de Lavapiés. Llamo a Ana y me contesta. Milagro. Ahora, las cosas sólo pueden mejorar.

Viaje a Madrid

Llevo cuatro horas en el coche y aún no estoy cansado. Es un día soleado, un buen día. Viajo hacia Madrid. Quiero aprovechar los días que me quedan antes de comenzar en el nuevo trabajo y tengo muchas ganas de volver a la capital de España. Me gustan las ciudades grandes y me gusta Madrid. Allí vive Adriana, la novia de Pablo. Ya he quedado en que podía dormir en la habitación de su compañera de piso, que estará vacía desde hoy, pues regresa a Argentina—las dos son de ese país—. Ayita, que es como le gusta que le llamen a Adriana, contribuirá a que mi aventura madrileña me resulte más económica de lo previsto.
Tenía el depósito de gasóleo en reserva y reposté antes de salir, en la gasolinera de A Grela. Pero ahora, que estoy a poco más de sesenta kilómetros de la Torre de Moncloa, ya vuelvo a quedarme sin combustible. Escucho "Papa's Got A Brand New Bag", James Brown. No sé por qué, quizás sea el funky, quizás todo lo que ocurrió este fin de semana, pero estoy eléctrico. Parece que me hubiesen puesto Red Bull en las venas en vez de sangre. Veo una gasolinera. En el coche, suena "Too Funky", del señor Brown, como no. Salgo de la autovía. Necesito repostar y estirar las piernas.
Aparco el coche en el surtidor más próximo a la caja con la esperanza de que no sea autoservicio. Me equivoco. Joder. Odio tener que echar el gasóleo yo: ensucia. Llevo puesto un pantalón negro de poliéster muy suave al tacto, una camisa de lycra y poliéster negra, un blasier beige y unos zapatos negros de imitación de piel. Quito la tapa del depósito. Cojo con desprecio la pistola de la manguera surtidora. Echo treinta euros—cuánto mejor hubiese sido haber viajado varios en este coche, abarataría mucho más el trayecto—. Una vez recargado el combustible, me limpio las manos al pañuelo. Froto con la fruición que representa estar libre de manchar de gasóleo mi blasier. Es una obsesión, una de tantas.
Voy a pagar desganado. Treinta euros. Me cago en el gas-oil. Entro en la tienda, pero no veo a nadie en la caja. Cojo un paquete de gominolas, me apetece. Me acerco al mostrador y pregunto:
—Hola, ¿hay alguien?
—Un momento, por favor.—Oigo una voz femenina como si la persona que la produjese estuviese en el exterior de la tienda. Unos segundos después, entra una chica de unos veinticinco años y buena presencia.
—Quería pagar. El surtidor dos. Ah, y quería estas gominolas.—Aclaro.
—Muy bien, treinta y uno con ochenta.—La dependienta me mira con cara de extrañeza. Parece que hay algo en mi cara que le incomoda.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me mira así?.—
—Señor, ..., tiene una mancha en la solapa de la chaqueta.—Señala debajo de mi cuello.
Mierda, mierda, joder. Lo sabía, ya era mucho. Mierda. ¿Quién coño me mandará a mí comprar ropa clara? Ya estoy de mala hostia. Joder.—Tengo una macha de gasóleo en la solapa derecha de mi blasier. Es una mancha fea, me da un aspecto descuidado. Iba impecable, ahora parezco un pordiosero.
—Es sólo una mancha, ya verá como da. Además, seguro que tiene mil chaquetas como esa—.No consigue animarme, al contrario.
¿Mil chaquetas? Lo que tengo es ganas de dar mil hostias. ¿Entiendes? No me digas lo que tengo y lo que no tengo, tú cobra, puta de mierda, y ya está, ¿vale?—.No me reconozco, estoy fuera de mis casillas.
Me froto la cara con fuerza. Paso las manos desde las sienes hasta los extremos de las mandíbulas. Noto calor en mi cara y me siento agresivo. Hasta me doy miedo a mí mismo. Tengo que irme de aquí antes de que diga o haga alguna burrada.
—Perdone, no sé qué me pasa. Disculpe, usted no tiene la culpa de nada. Perdón.—Me disculpo con insistencia. Ella no me mira a los ojos, sino que mantiene la vista en la mancha. Me cobra y me da la vuelta. Yo no sé hacia donde mirar. A los dos nos tiembla el pulso. Me voy. Esto no es normal, ¿o sí? Hay gente que tiene un pronto jodido, tal vez, ahora, renazca el mío. Me estoy volviendo loco.

Nuevo trabajo

Quería normalidad y tengo un nuevo trabajo. Vendrá bien para olvidar. A las ocho de la tarde sonó el teléfono. Estaba solo en casa. Como siempre. El ring me alteró. Estaba viendo un partido de los Lakers por la tele con la única ambición de pensar en la retransmisión de forma exclusiva. Kobe había metido un triple irreal, de ocho metros, con Richard Jefferson encima. Entonces, el teléfono me devolvió a la realidad. La conversación fue rápida y fructífera. Una empresa de mantenimiento a la que había mandado mi currículum hacía dos meses me había contratado como electricista. Empezaría a trabajar dentro de una semana. Perfecto. Estos siete días me los tomaré como unas vacaciones anticipadas.
No me gustó la voz del interlocutor. Era ronca, resacosa, no inspiraba confianza. El personaje en cuestión se identificó como Álvaro Pita, jefe de recursos humanos de Electrotemp. No fue educado, pero yo no pedía buenos modales, pedía un trabajo. Espero que a partir de ahora todo sea diferente. Tras terminar de hablar con el tal Pita, apagué el televisor. Los Lakers habían perdido—otra vez—. Me acerqué a la minicadena y puse "Frontin'" de Pharrell Williams. Escuché la canción hasta la mitad del corte y paré la reproducción. Quité el cedé e hice que sonara "Loving Every Minute" de Lighthouse Family. Me senté en el sofá. No recuerdo cuál fue la siguiente canción del disco. Estaba relajado, tanto como para quedarme dormido. Ojalá no hubiese pasado nada la madrugada del sábado. Ojalá pudiese quedarme dormido así otro día más, una vez más...

El día después

Lo bueno de estar en el paro es el tiempo libre. Hay tanto que no sabes como gastarlo. Hasta lo desprecias. La tele y el ordenador me ayudan a ganarle la partida al reloj, o eso quiero creer. Mis problemas crecieron inesperadamente anoche y necesito soluciones. Lo primordial es encontrar un modo de deshacerme del cadáver. Pienso que la solución puede ser una confesión que encuentro en un foro de internet. Un aldeano le echó cal viva al cuerpo de su perro, que atropellaron en la carretera que pasa por delante de su casa. El resultado fue óptimo: al cabo de dos semanas no se podría decir qué había sido aquel mejunje antes. Eso voy a hacer, cal viva. Ya es de noche. Llueve con fuerza. Tras aparcar el coche con el maletero a un metro de la puerta de la casa, cierro el portal de la finca. Nadie se dio cuenta de que llegué a la aldea. Hace muy mal tiempo. Me da igual la lluvia. Abro la puerta principal de la casa y después la del maletero. Con decisión, agarro el cadáver por los pies y tiro con fuerza. Al sacar completamente el cuerpo fuera de mi coche, la cabeza golpea con fuerza en el suelo de cemento. El golpe no suena demasiado, pero el ruido es desagradable, como el que se produce al mover un bol con salsa. Arrastro el cadáver envuelto en el plástico hasta la parte trasera de la casa. Salgo a la era y entro en el cobertizo que hay adosado a la casa arrastrando a mi víctima. Allí tengo lo que necesito: un hacha. En el cobertizo, guardo madera para la chimenea y, por supuesto, hay un hacha. Debo despedazar al muerto para que la cal viva penetre con mayor facilidad en los tejidos y se agilice el proceso. No es un placer hacer esto, pero lo hago. Quiero olvidarlo todo cuanto antes. Y cuanto antes desaparezca el cadáver, mejor será. Espero que este incidente no me cambie como persona, aunque me temo que no va a ser así.
No estoy acostumbrado a manejar un hacha. Ejecuto mi propósito con poca destreza. Es más complicado de lo que pensaba. Los tendones se desgarran y no acaban de romper del todo. Los huesos son lo peor: más duros de lo esperado. Tengo que dar varios hachazos para romper algunos. Es asqueroso, pero, con el tiempo, cada vez me lo parece menos. Pienso en un carnicero y ... funciona.
Ya está. Aquí no ha pasado nada. Nadie tiene por que saber nada. Nada. Cuando le eché la cal, la sangre, ya muy espesa, la tiñó de rojo oscuro en segundos. Después, metí cada trozo en una bolsa de plástico de Carrefour y, uno a uno, los fui depositando en un hoyo que cavé minutos antes. Una vez tapado el hoyo, le eché por encima rastrojos para evitar las suspicacias de los vecinos. Nadie miró lo que hacía, pues lo hice sin apenas luz, esperé a la madrugada. Tengo que confiar en mi suerte. Al subir al coche para regresar a A Coruña, puse "Que me hace daño" de Benny Moré. Necesito un bolero para serenarme y pensar en otra cosa, por ejemplo, en el desamor. Sólo queda olvidar.

Al volver a casa

Tendría que haberlo visto. No valen las excusas. Tengo el corazón tan revolucionado que ya casi me preocupa más que lo que ha pasado. Debo de estar colorado al máximo, a punto de estallar. Avanzo marcha atrás un metro y aparco en la acera del otro lado de la calle. Bajo del coche con más prisa que nunca. Tengo miedo. No quiero ver, pero quiero ver, quiero saber lo que he hecho. Aunque ya lo sé.
Cruzo la calle. La cuesta es pronunciada y la sangre baja de forma rápida pegada a la base del bordillo de la acera. Le doy una patada. Nada. Le tomo el pulso en la yugular. Al girarle la cabeza para encontrar la vena me asusto: tiene un lateral perforado, sin cabello, sólo piel desgarrada y ensangrentada, una brecha en lo que parece el cráneo y masa cerebral que brota de allí. No puedo asegurarlo con certeza, pero ¿qué otra cosa puede ser? Poso su cabeza en el asfalto con delicadeza, como si eso fuera a importar. Está muerto. Bien muerto. Tiene toda la pinta de ser un drogadicto, pero no podría decir.
Le remango los brazos, busco sus venas trombotizadas por chutes de heroína y las encuentro. Ahora, tengo una prioridad y no es el muerto. Mi prioridad soy yo. Soy culpable de asesinato, involuntario, pero asesinato, sin lugar a dudas. Debía haber estado más atento a la carretera. No debía haber mirado a la pantalla del ordenador del coche para ver el número de corte de la canción. No debía haber rodeado el Ventorrillo simplemente para disfrutar del placer de conducir por vías desiertas. No debía haber frenado tan tarde. Debía haber girado, no había coches en el otro carril; un volantazo le habría salvado la vida. No debía haber bajado el coche esta noche. Debía haber hecho tantas cosas...
Demasiado tarde para lamentarse. Es momento de actuar. Y hacerlo bien. Tengo que decidirme rápido, tengo que determinar si voy a apechugar con lo que hice o si hay algún modo de ocultarlo. Me sorprende que siquiera me plantee esta disyuntiva. Jamás creí que pudiese cuestionar actuar de un modo inmoral, yo nunca haría eso. Pero lo estoy haciendo. Y debo hacerlo bien, ahora no puedo fallar, no más errores.
Por suerte, tengo un plástico de cuatro por cuatro metros que guardo en el maletero desde que traje fruta de la aldea hace dos meses. Lo dejé por pereza y, claro, ahí sigue. Hoy, me puede salvar. Agarro el cuerpo del drogadicto por las axilas y lo arrastro de un lado al otro de la calzada. Avanzo unos cinco metros hasta llegar al coche. Mis brazos están llenos de sangre y, por un momento, me preocupa la posibilidad de contagio del VIH, pero lo olvido al instante. Abro el maletero y saco el plástico de la fruta. Lo extiendo en el suelo y pongo el cadáver encima. Con dificultad, enrollo el plástico de tal forma que el cadáver quede envuelto y, con mucho esfuerzo, logro meterlo dentro del maletero. No creo que pese más de sesenta kilos, aunque mida 1,80, es muy flaco. Supongo que ya ha cumplido los treinta hace más de una década y, por su olor, la higiene no es su fuerte. Estoy a cien metros de Penamoa y a otros tantos de mi casa. Espero que nadie lo eche en falta y espero también que ningún vecino me sorprenda. Cierro el maletero y me voy apresurado al garaje.
Tras lavarme los brazos en los aseos del garaje, compruebo que, milagrosamente, la parte frontal de mi coche, un Peugeot 206 plateado, está intacta. No me lo explico. Voy a casa con una lata de aceite que tenía en el coche. Se me ocurrió que el aceite con jabón podría limpiar la mancha de sangre de la calzada, recuerdo vagamente que así lo hacen los bomberos para eliminar la gasolina tras un accidente, ¿o emplean acetona? No sé. En casa cojo dos frascos de gel y otros dos de lavavajillas. No tengo más. Vierto el aceite y los jabones en un cubo, ya en el lugar del accidente y, con una escoba, froto fuerte el asfalto manchado. Es increíble. No hay ni un alma. A un lado monte, al otro lado de la calle, edificios. Y sólo el ruido de la escoba al frotar con el chapapote seco y el ruido del viento que mece los árboles de San Pedro. La sangre bajó hasta la primera boca de alcantarilla. Ahí me desentiendo. Lo he hecho bastante bien. Apenas queda mancha.