Primera noche en Madrid

Son las tres y Adriana y Ana se quieren ir. Dicen que están cansadas. Estamos en una discoteca, no me fijé en el nombre. Está cerca del Banco de España, creo. Entramos gratis. Después de cenar habíamos ido a tomar unas caipirinhas a un pub y allí coincidimos con unos primos y primas de Ana. Nos vinimos todos a esta discoteca. Dos primas de Ana, me están alegrando la noche. Marta y Natalia. Aunque guapas, no son Naomi Campbell. Marta es bajita, morena, pelo rizo, labios carnosos y con algún kilo de más, algo que se nota, sobre todo, en su cintura. Tiene unas facciones bonitas, buena delantera y buen culo. Natalia es un poco más alta, castaña, algo flaca de más para mi gusto e igualmente guapa. Las dos son muy simpáticas y parece que les va la marcha. Me he olvidado de mis dolores de barriga. También de Ayita y Ana.
—Che, loco, te olvidaste de nosotras ya. Te están alegrando esas minas. Nos vamos. ¿Estás rebién, no?.—Ayita.
—Lo normal. No entiendo por qué os marcháis. ¿No lo estáis pasando bien? Pues entonces. Yo me quedo. Estoy viviendo un momento almíbar. Parece que las dos quieren tema y, lo haya o no, me mola tontear.—
—Bueno, no te creas que todo el monte es orégano. Ellas son muy simpáticas, pero tú, tal vez, eres un poco creído, ¿eh?.—Por un instante, olvidé que eran primas de Ana. Tengo que tener más tacto a la hora de hablar, medir mis palabras.
—Tienes razón, Ana. Pero lo estoy pasando bien, ¿por qué marcharse? Ayita, déjame una llave del piso y me vuelvo cuando esté cansado, ¿vale?—
—Dale, Chiño. Chau.—Se van. Queda mucho para que amanezca y tengo energías para un maratón.
Bailo con las dos primas de Ana. Tonteamos. No sé si quieren algo realmente o sólo tontean. Puede que sea algo seguro, pero no ataco porque tengo miedo a recibir un no, soy demasiado orgulloso para eso. Aunque no suelo beber, las caipirinhas del pub brasileño y dos destornilladores en esta discoteca me están encendiendo. En el baile me rozo lo suficiente con las dos para que sepan que estoy disponible. No me cabe duda de que lo han captado. Ninguna me hace ascos y espero que no se den cuenta de que estoy sondeando a ver cuál de las dos puede caer.
Tras dos horas más en la discoteca, todo se queda en nada. Marta está demasiado borracha como para hacer algo y Natalia se ha mostrado bastante distante en los últimos minutos. Lo doy por perdido. Me voy a casa. Hay un buen trecho desde la discoteca al piso de Ayita. No hay gente por la calle. Son las cinco de la madrugada, es normal que no haya nadie. Al doblar una esquina a tres manazanas de la disco, tropiezo con un tipo. Los dos caminábamos deprisa y ambos caemos al suelo, aunque en direcciones contrarias. Ha sido un buen golpe. Me duele una pierna y la muñeca de la mano derecha, la que apoyé para mitigar el encontronazo con la acera. El otro individuo me mira con los ojos inyectados en sangre. Está calvo, rapado al cero, viste de negro, lleva una levita de cuero y una cadena de plata de un grosor considerable.
—Puto imbécil de mierda. Eres un maricón de mierda.—Está muy enfadado. Se levanta con ímpetu. Yo sigo sentado en el suelo, inmóvil. No sé qué hacer. Esta situación inesperada me supera.
El extraño me propina una patada en la pierna izquierda, la que no recibió el golpe en la caída. En una nueva acometida, intenta golpearme en la espalda, pero lo esquivo con bastante torpeza. Me apoyo en los brazos y me desplazo hacia atrás. Me arrodillo para levantarme. Mientras lo hago, el personaje de negro me intenta dar una patada en la cara. Reacciono a tiempo y no le dejo armar la pierna. Me agarro con fuerza a su pierna de apoyo y lo derribo. Me arrastra en la caída y ahora estoy tumbado encima de él. Noto que se lleva la mano al bolsillo de la levita. Intento evitarlo sin éxito. Puedo ver que porta en su mano una mariposa. Logro agarrarle por el pulso de la mano en la que lleva la navaja. Él me agarra por el cuello con su otra mano. Con mi mano libre le doy un puñetazo en su costado. Al recibir el impacto flojea su pulso, momento que aprovecho para doblarle la muñeca, que cruje. Creo que se la he roto. No tiene fuerza para sostener la navaja y cae. Cojo la mariposa del suelo instintivamente y, en menos de un segundo, le perforo con ella a la altura de la base del pulmón derecho. Él sigue apretando mi cuello. El único ruído que hay ahora es nuestra acelerada respiración. Saco la mariposa y vuelvo a hundírsela unos centímetros más abajo. Ahora, abre sus ojos con espanto y cede en su presión sobre mi garganta. Retuerzo la navaja en su interior. Con la mano buena, intenta sacar la mariposa, pero no puede. Yo sí lo hago. La saco y se la clavo dos veces más en la misma zona. Comienza a salir sangre por la comisura de sus labios.
No hay nadie en la calle. Es una vía estrecha, cerca de una amplia avenida por la que circula algún taxi que otro, pero esta calle está desierta. De todos modos, cada poco, recorro los alrededores con la vista. No sé qué me impulsó a clavarle la navaja, pero una vez que empecé, no paré hasta que murió. Le había dado más de veinte puñaladas. Lo curioso, es que no me parece que haya actuado mal. Él trató de matarme. Que se joda. No sé quién es ni qué le pasaba, no es mi problema. Intentó matarme. Cabrón. Mi segundo asesinato en una semana. Yo no lo busqué, él forzó la situación. Tenía que hacer algo para defenderme, ¿no? Pero esta vez todo será más difícil. No tengo forma de hacer desaparecer un cadáver de cien kilos en pleno centro de Madrid. Tengo que pensar algo rápido.
Estamos justo al lado de un escaparate de un restaurante gallego en el que se exponen productos típicos de Galicia. Casualidades. Hay aguardiente como para emborrachar cuatro pueblos. Puede ser mi salvación. Busco entre la ropa del muerto. Necesito un mechero. Tiene los dedos amarillentos, casi tanto como los dientes. No cabe duda: era un fumador. Debe de tener un mechero. Lo encuentro en un bolsillo de su pantalón. Me tapo el puño con el blasier y le doy un puñetazo a la luna de la tienda. El cristal estalla. No suena la alarma. No hay tiempo para mirar si hay vecinos curiosos por las ventanas y no lo hago. Cojo, una a una, cinco botellas de aguardiente. Vierto el líquido por encima del muerto. Con el mechero, le prendo fuego a unos tickets que guardaba en la cartera y los dejo caer sobre su cuerpo. Arde. El fuego prende rápido. Sonrío. Es mejor de lo que esperaba, no creí que fuese a salir tan bien. Echo a correr en dirección al piso de Ayita. No creo que nadie me haya visto, puede que esto también me salga bien. Confiemos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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